Joseph Brodsky: el espíritu de la autonomía
En 1987 recibió el Premio Nobel de Literatura. Joseph Brodsky (1940-1996) fue poeta y ensayista. “Del dolor y la razón” (Ediciones Siruela, 2015) reúne algunos de sus más notables ensayos, entre ellos los que dedicara a Robert Frost, Thomas Hardy, Rainer Maria Rilke y a la figura del escritor exiliado
A medida que leí los 21 ensayos reunidos en Del dolor y la razón, me he cargado de notas y deslumbramientos: unos los he consignado en los márgenes del propio volumen, otros los llevo conmigo. Ahora mismo estoy bajo ese jubiloso cansancio que produce leer a un pensador de indoblegable faena.
También Joseph Brodsky, como Elías Canetti y George Steiner (todos judíos) desborda el trazado inicial de sus ensayos. Por encima de la audacia, de la facultad de deslindar entre lo que parece semejante o del genio para crear magnetismos entre fenómenos de muy distinta apariencia, en los tres hay un poderío del espíritu, un impulso medular, una necesidad interior de ir más lejos. Hasta las cuestiones más inmediatas e incidentales del devenir humano se constituyen en cada uno, en pensamientos de gran horizonte.
En Elías Canetti subyace un desafío a la capacidad del pensar. Masa y poder, así como sus Apuntes, son la respuesta a la pregunta de cuánto puede (pensar) un hombre. Cada anotación suya tiene algo de ocupación territorial: un atreverse por lo que todavía está por verificarse. Ante cada barrera que obstaculice el conocimiento de lo humano, Canetti anota, propone. No se da por vencido. Toda su obra testifica la lucha por comprender.
En George Steiner, en cambio, late una inquietante visión: la mente como facultad ilimitada. El hombre que se ha interrogado por el ajedrez, la música y las matemáticas, es el mismo que ha pensado en la palabra de los dioses, en Kafka, Celan y Dostoievski. Mientras Canetti se ha confrontado con los avatares de la conducta humana (como si la suya fuese una vasta revisión de lo sensible), Steiner ha leído la civilización con un ojo puesto en el libro y otro en el cielo.
Y aquí vuelvo a Joseph Brodsky: la suya no es la auto-exigencia de Canetti, ni la palabra tendida a la vastedad de Steiner: su fuerza es la impaciencia, el ímpetu del artista consagrado a su autonomía. Joseph Brodsky (1940-1996) es un anti-héroe de nuestro tiempo: un pensador que, al tiempo que invoca su anhelo de libertad, reconoce el dolor, la fragilidad de quien aspira a ser libre. Su vocación de autonomía, de pensar por sí mismo, alcanza este punto: el escritor autónomo es insalvable. O escoge los padecimientos que derivan de evitar el poder o pierde su autonomía, su facultad de auto-gobierno. “El verdadero peligro para un escritor no es tanto la posibilidad (y a veces la certeza) de sufrir persecución por parte del poder, sino la posibilidad de verse hipnotizado por el rostro del poder, que, monstruoso o maquillado, es siempre temporal”.
Brodsky escribe ensayos para indagar en las posibilidades humanas de la autonomía, y es allí donde se produce su vindicación de la poesía. En la poesía está el recurso para evitar que la política doblegue al sujeto sensible. Brodsky sostiene: en tanto que podamos romper con las dependencias que nos amarran, en esa medida podremos pensarnos y reconocer el mundo en el que vivimos. La autonomía es, como era la filosofía para los filósofos de la Antigüedad, un modo de pensar y actuar, pero también de aceptar la inconsistencia misma de vivir: “Uno puede estar del todo convencido de que el poder se equivoca, pero pocas veces uno está convencido de su propia virtud”.
Nada ha quedado del todo atrás
No se victimiza, pero cuando rememora su infancia en “Botín de guerra”, un ensayo con modales de crónica, más que registrar la precariedad de la existencia comunista, Brodsky narra cómo fue interesándose por todo aquello que no había en la Rusia comunista: libertades elementales, acceso a bienes básicos, cine que no fuese recurrente falsedad, jazz de Norteamérica (“en el mundo occidental, en la civilización, reconocíamos algo propio”). El hombre que fue confinado en un campo de trabajos forzados acusado de “parasitismo social”, que se revolvió ante el carácter denigrante que tenía la propaganda del régimen, y que en 1977 se radicó en Estados Unidos y obtuvo la nacionalidad norteamericana, no puede eludir una visión, pensar desde un punto de vista: el de los proscritos, los exilados, las víctimas de los totalitarismos, los nómadas, los que ya no están. Su visión está marcada, como la de Elías Canetti, por la atrocidad del siglo XX. Cada uno de sus ensayos es un acto de resistencia, incluso en aquellos en los que se inclina como un devoto a la observación profunda de un poema. Cuando en 1988 dicta una conferencia ante un grupo de jóvenes de la Universidad de Michigan, les aconseja no nombrar a los verdugos: nombrar al perseguidor es una manera de mantenerlo vivo.
La poesía, la literatura, son potentes antídotos contra lo que oprime. Es el poeta quien cumple con la causa de vivificar y expandir los territorios de cada lengua. El poema es la expresión completa del funcionamiento de la inteligencia humana. En la literatura el hombre siempre encuentra opciones. Ella tiene una fuerza capaz de limitar el avance destructivo de la política. Hay en ella una sutileza que escapa a la intención del poder de ocuparlo todo. “Como no nos queda mucho en que poder confiar, y casi todo parece condenado al fracaso, debe insistirse en que la literatura constituye el único seguro moral posible para una sociedad”. No hay mejor lugar que la literatura para denunciar a los intelectuales que se entreguen a la promesa de una sociedad ideal. En la fragilidad del poema hay un secreto que escapa, a un mismo tiempo, del opresor y del iluso. Su deslumbrante texto “Perfil de Clío” es un sofisticado desmontaje de todo determinismo histórico (“cuanto más historia sabe uno, menos tendencia tiene a actuar eficazmente en el presente”). El presente siempre resulta sorpresivo. Ningún totalitarismo se conduce de modo previsible (“Sabemos que toda bala viene volando desde el futuro, y que este, para llegar, tiene que borrar cualquier obstáculo presente”).
El lector de poesía
Osip Mandelstan y Robert Frost, Anna Ajmátova y Wystan Auden, Marina Tsvietaieva y Stephen Spender: Brodsky se reconocía como deudor de dos culturas. Las corrientes culturales de Rusia y Estados Unidos se entrecruzaban en él y se estimulaban mutuamente. Brodsky fue un lector sediento, azuzado por su convicción de que moriría temprano (como en efecto ocurrió). Su pasión por los antiguos (“Cuanto más accesibles son sus ruinas y cuanto más las contemplamos, más nos niega la entrada”), su erudición amable, no lo alejó ni de las realidades de nuestro tiempo ni de la poesía, a la volvía de forma recurrente y minuciosa.
“Del dolor y la razón” habla del sujeto poliédrico que fue Brodsky: su ensayo sobre el espía Kim Philby convive con el recuento de un viaje a Brasil, con un argumentado homenaje a Marco Aurelio (cuenta que, aunque al Emperador-filósofo no le gustaban los ‘circenses’, él fue quien ordenó el uso de la red de seguridad para evitar la muerte de los acróbatas) y con una curiosa pieza titulada “Elogio del aburrimiento”.
La lectura de los ensayos dedicados a la poesía son reveladores: muestran al pez, los sentidos desplegados, nadando en sus aguas. No podría llamarlas aproximaciones: son inmersiones, revisiones a fondo, verso a verso, palabra a palabra. Los dedicados a Robert Frost (“la repetición de una determinada palabra libera la melodía, la hace más audible”), Thomas Hardy (“la técnica del montaje se debe a la poesía y no a Eisenstein”) o Rainer Maria Rilke (“coloca una lupa ante su causa y queda cegado por ella”), son comparables a los que dedica a Cavafis, Mandelstam, Auden, Walcott, Montale, Ajmátova y Tsvietáieva en “Menos que uno” (Ediciones Siruela, 2006): amorosa indagación que, más allá de lo temático, se adentra en la carpintería, en los secretos de la palabra poética, a la que tenía como el más alto privilegio de la condición creadora.
Cuando Brodsky murió, el corazón roto tras un infarto, Susan Sontag escribió un texto de extrema lucidez y contención. Allí recuerda: “La poesía, decía Brodsky, es pensamiento acelerado. Era su mejor argumento, y adujo muchos, en defensa de la superioridad de la poesía frente a la prosa, pues tenía a la rima por esencial en este proceso”. Pero este privilegio que le atribuyó a la poesía no excluía ni a la literatura ni a la experiencia estética, que él creía individual e intransferible. Ante el micrófono durante la ceremonia en la que recibió el Premio Nobel, advirtió: “Es precisamente en este sentido práctico –más que platónico– como cabe entender la afirmación de Dostoievski de que la belleza salvará el mundo, o la creencia de Matthew Arnold de que la poesía nos salvará. Probablemente sea ya tarde para el mundo, pero siempre queda una oportunidad para el individuo”.
Del dolor y la razón
Joseph Brodsky
Ediciones Siruela.
España, 2015.
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