José Martí | ||||||||||||||||
El Presidio Político en Cuba
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Martí publicó esta protesta en 1871. En ella el joven de 18 años denunció los horrores que presenció durante su encarcelamiento. Fue publicada por la imprenta de Ramón Ramírez en el mismo Madrid, sede del sistema que le condenaba y donde él se encontraba desterrado. Es un Folleto escrito por José Martí de unas cincuenta páginas donde relata de una forma magistral la amarga experiencia vivida en las canteras de San Lázaro durante el periodo en que él estuvo preso, obligado a trabajar en condiciones infrahumanas
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Ésta es la primera obra de Martí que se da a la prensa. No cabe duda que es de carácter político, pero en ella podemos ver el desenvolvimiento narrativo, el simbolismo, las similitudes y el juego de simetría que emplea para darle énfasis a la narración.
AntecedentesEn octubre de 1869 un grupo de “voluntarios” españoles registró la vivienda del amigo de Martí, Fermín Valdés Domínguez, y encontró una carta dirigida a un amigo, a quienes acusaban de apóstata, por haber ingresado en las filas del ejército español. Ambos son encarcelados y aseguraban ser los autores de la carta.
Martí es condenado a seis años de privación de libertad y el 4 de abril de 1870 ingresa en la cárcel de La Habana con el número 113, donde trabajaría hasta doce horas diarias en condiciones infrahumanas.
Esta condena más tarde fue commutada al destierro hacia Isla de Pinos lugar al que llega el 13 de octubre de ese mismo año. Posteriormente el 15 de enero de 1871, por gestiones realizadas por sus padres Leonor y Mariano, logró ser deportado a España. Es allá donde escribe su primer ensayo donde relata sus vivencias en la cantera de San Lázaro.
Lo que se relata en élEn el ensayo se presentan desgarradores retratos realistas y poéticos, expresados de forma sobrecogedora. No hay nada imaginado, todo es real: ancianos como Nicolás del Castillo, brigadier mambí, y el negro Juan de Dios; niños como Lino Figueredo , Tomás y Ramón Rodríguez, de doce, once y catorce años, respectivamente; pero también están él, su padre, su madre. Algunos dicen que el alegato martiano es un extenso poema de dolor. A través de todo el folleto se observa un sentimiento de inmensa compasión; él dice varias veces:
"No puedo odiar a nadie."
Características
Se ha dicho que esta obra es una pieza única en la prosa martiana, porque a diferencia de sus otros escritos, aquí no se ve el período lleno de abundantes descripciones y de imágenes de mucha novedad; sin embargo, sus condiciones de prosista excepcional y novedoso ya pueden distinguirse en sus páginas. Aquí emplea Martí párrafos en los que se repiten frases y palabras como imitando el castigo infernal de las canteras, en un ciclo interminable. Las visiones parecen fantasmales.
Causas por que lo escribió
Está dirigido a los españoles, como si les estuviera hablando, como si les presentara este horrible espectáculo por escenas; continuamente los invoca a ver y condenar: Mirad! Canten, lean, aplaudan. No buscaba Martí novedad literaria; lo concibió como un documento de indignada acusación, no sólo por el maltrato físico, sino por el maltrato a la moral y a la condición humana; pero no por ello deja de ser una pieza artística.
Frente al terrible dolor del presidio, Martí opuso un singular optimismo, que lo ayudó a luchar con el convencimiento de la victoria final; por eso escribió en este trabajo:
"la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás"
José Martí, El presidio político en Cuba
Fuentes | ||||||||||||||||
Le advertimos al lector que el contenido de esta obra no es agradable. Fueron muchos los abusos que Martí presenció y recibió, abusos que causarían el fin de la dominación española en América. Martí sólo nos cuenta de algunos, los detalla de tal forma que es muy posible perder el apetito o tener una mala digestión. Le recomendamos que proceda con cautela, y si se altera, mañana lo puede seguir leyendo.
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El Presidio Político en Cuba se encuentra separado en doce secciones o capítulos. Los presentamos en esta forma para facilitar su lectura.
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El presidio político en Cuba
por José Martí
I
Dolor infinito debía ser el único nombre de estas
páginas.
Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el
más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca
el alma, y deja en ella huellas que no se borrarán jamás.
Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este
mundo misterioso que agita cada corazón; crece nutrido de todas las penas
sombrías, y rueda, al fin, aumentado con todas las lágrimas abrasadoras.
Dante no estuvo en presidio.
Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las
bóvedas oscuras de aquel tormento de la vida, hubiera desistido de pintar su
Infierno. Las hubiera copiado, y lo hubiera pintado mejor.
Si existiera el Dios providente, y lo hubiera
visto, con la una mano se habría cubierto el rostro, y con la otra habría hecho
rodar al abismo aquella negación de Dios.
Dios existe, sin embargo, en la idea del bien, que
vela el nacimiento de cada ser, y deja en el alma que se encarna en él una
lágrima pura. El bien es Dios. La lágrima es la fuente de sentimiento eterno.
Dios existe, y yo vengo en su nombre a romper en
las almas españolas el vaso frío que encierra en ellas la lágrima.
Dios existe, y si me hacéis alejar de aquí sin
arraancar de vosotros la cobarde, la malaventurada indiferencia, dejadme que os
desprecie, ya que yo no puedo odiar a nadie; dejadme que os compadezca en
nombre de mi Dios.
Ni os odiaré, ni os maldeciré.
Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí
mismo.
Si mi Dios maldijera, yo negaría por ello a mi
Dios.
II
¿Qué es aquello?
Nada.
Ser apaleado, ser pisoteado, ser arrastrado, ser abofeteado en la
misma calle, junto a la misma casa, en la misma ventana donde un mes antes
recibíamos la bendición de nuestra madre, ¿qué es?
Nada.
Pasar allí con el agua a la cintura, con el pico en la mano, con
el grillo en los pies, las horas que días atrás pasábamos en el seno del hogar,
porque el sol molestaba nuestras pupilas y el calor alteraba nuestra salud,
¿qué es?
Nada.
Volver ciego, cojo, magullado, herido, al son del palo y la
blasfemia, del golpe y del escarnio, por las calles aquéllas que meses antes me
habían visto pasar sereno, tranquilo, con la hermana de mi amor en los brazos y
la paz de la ventura en el corazón, ¿qué es esto?
Nada también.
¡Horrorosa, terrible, desgarradora nada!
Y vosotros los españoles la hicisteis.
Y vosotros la sancionasteis.
Y vosotros las aplaudísteis.
¡Oh, y qué espantoso debe ser el remordimiento de una nada
criminal!
Los ojos atónitos lo ven; la razón escandalizada se espanta; pero
la compasión se resiste a creer lo que habéis hecho, lo que hacéis aún.
O sois bárbaros, o no sabéis lo que hacéis.
Dejadme, dejadme pensar que no lo sabéis aún.
Dejadme, dejadme pensar que en esta tierra hay honra todavía, y
que aún puede volver por ella esta España de acá tan injusta, tan indiferente,
tan semejante ya a la España repelente y desbordada de más allá del mar.
Volved, volved por vuestra honra: arrancad los grillos a los
ancianos, a los idiotas, a los niños; arrancad el palo al miserable apaleador;
arrancad vuestra vergüenza al que se embriaga insensato en brazos de la
venganza y se olvida de Dios y de vosotros; borrad, arrancad todo esto, y
haréis olvidar algunos de sus días más amargos al que ni al golpe del látigo,
ni a la voz del insulto, ni al rumor de sus cadenas, ha aprendido aún a odiar.
III
Unos hombres envueltos en túnicas negras llegaron por la noche y
se reunieron en una esmeralda inmensa que flotaba en el mar.
¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! dijeron
a un tiempo, y arrojaron las túnicas, y se reconocieron y se estrecharon las
manos huesosas y movieron saludándose las cadavéricas cabezas.
-Oíd -dijo uno-, la desesperación arranca allá bajo las cañas de
las haciendas; los huesos cubren la tierra en tanta cantidad, que no dan paso a
la yerba naciente; los rayos del sol de las batallas brillan tanto, que a su
luz se confunden la tez blanca y la negra; yo he visto desde lejos a la Ruina
que adelanta terrible hacia nosotros; los demonios de la ira tienen asida
nuestra caja, y yo lucho, y vosotros lucháis, y la caja se mueve, y nuestros
brazos se cansan, y nuestras fuerzas se extinguen, y la caja se irá. Allá
lejos, muy lejos, hay brazos nuevos, hay fuerzas nuevas; allá hay la cuerda de
la honra que suele vibrar; allá hay el nombre de la patria desmembrada que
suele estremecer. Si vamos allá y la cuerda vibra y el nombre estremece, la
caja se queda; de los blancos desesperados haremos siervos; sus cuerpos muertos
serán abono de la tierra; sus cuerpos vivos la cavarán y la surcarán, y el
Africa nos dará riqueza, y el oro llenará nuestras arcas. Allá hay brazos
nuevos, allá hay fuerzas nuevas; vamos, vamos allá.
-Vamos, vamos -dijeron con cavernosa voz los hombres, y aquel
cantó, y los demás cantaron con él.
"El pueblo es ignorante, y está dormido.
"El que llega primero a su puerta, canta hermosos versos y lo
enardece.
"Y el pueblo enardecido clama.
"Cantemos, pues.
"Nuestros brazos se cansan, nuestras fuerzas se extinguen.
Allá hay brazos nuevos, allá hay fuerzas nuevas. Vamos, vamos allá."
Y los hombres confundieron sus cuerpos, se transformaron en vapor
de sangre, cruzaron el espacio, se vistieron de honra, y llegaron al oído del
pueblo que dormía, y cantaron.
Y la fibra noble del alma de los pueblos se contrajo enérgica, y a
los acordes de la lira que bamboleaba entre la roja nube, el pueblo clamó y
exaló en la embriaguez de su clamor el grito de anatema.
El pueblo clamó inconsciente, y hasta los hombres que sueñan con
la federación universal, con el átomo libre dentro de la molécula libre, con el
respeto a la independencia ajena como base de la fuerza y la independencia
propias, anatematizaron la petición de los derechos que ellos piden,
sancionaron la opresión de la independencia que ellos predican, y santificaron
como representante de la paz y la moral, la guerra de exterminio y el olvido
del corazón.
Se olvidaron de sí mismos, y olvidaron que, como el remordimiento
es inexorable, la expiación de los pueblos es también una verdad.
Pidieron ayer, piden hoy, la libertad más amplia para ellos, y hoy
mismo aplauden la guerra incondicional para sofocar la petición de libertad de
los demás.
Hicieron mal.
España no puede ser libre mientras tenga en la frente manchas de
sangre.
Se ha vestido allá de harapos, y los harapos se han mezclado con
su carne, y consume los días extendiendo las manos para cubrirse con ellos.
Desnudadla, en nombre del honor.
Desnudadla, en nombre de la compasión y la justicia.
Arrancadla sus jirones, aunque la hagáis daño, si no queréis que
la miseria de los vestidos llegue al corazón, y los gusanos se lo roan, y la
muerte de la deshonra os venga detrás.
Un nombre sonoro, enérgico, vibró en vuestros oídos y grabó en
vuestros cerebros: ¡Integridad
nacional! Y las bóvedas de la
sala del pueblo resonaron unánimes:¡Integridad! ¡Integridad! Hicisteis mal.
Cuando el conocimiento perfecto no divide las tesis, cuando la
razón no separa, cuando el juicio no obra detenido y maduro, hacéis mal en
ceder a un entusiasmo pasajero.
Cuando no os son conocidos los sacrificios de un pueblo; cuando no
sabéis que las doncellas bayamesas aplicaron la primera tea a la casa que
guardó el cuerpo helado de sus padres, en que sonrió su infancia, en que se engalanó
su juventud, en que se reprodujo su hermosa naturaleza; cuando ignoráis que un
país educado en el placer y en la postración trueca de súbito los perfumes de
la molicie por la miasma fétida del campamento, y los goces suavísimos de la
familia por los azares de la guerra, y el calor del hogar por el frío del
bosque y el cieno del pantano, y la vida cómoda y segura por la vida nómoda y
perseguida, y hambrienta, y llagada, y enferma, y desnuda; cuando todo esto
ignoráis, hacéis mal en negárselo todo, hacéis mal en no hacerle justicia,
hacéis mal en condenar tan absolutamente a un pueblo que quiere ser libre,
desde lo alto de una nación que, en la inconsciencia de sí misma, halla aún
noble decir que también quiere serlo.
Olvidáis que tuvo la garganta opresa y el pecho sujeto por manos
de hierro; olvidáis que la garganta se enronqueció de pedir, y el pecho se
cansó de gemir oprimido; olvidáis su sumisión, olvidáis su paciencia, olvidáis
sus tentativas de sumisión nueva, ahogadas por el conde de Valmeseda en la
sangre del parlamentario Augusto Arango.
Y cuando todo lo olvidáis, hacéis mal en divinizar las garras
opresoras, hacéis mal en lanzar anatemas sobre aquello de que, o nada queréis
saber, o nada en realidad sabéis.
Porque era preciso que nada supieseis para hacer lo que habéis
hecho. Si supierais algo, y lo hubierais hecho, lo vería y lo palparía, y diría
que era imposible que lo veía y lo palpaba.
Un nombre sonoro, enérgico, vibró en vuestros oídos y grabó en
vuestros cerebros: ¡Integridad
nacional! Y las bóvedas de la
sala del pueblo resonaron unánimes:¡Integridad! ¡Integridad!
¡Oh! No es tan bello ni tan heroico vuestro sueño, porque sin duda
soñáis. Mirad, mirad hacia este cuadro que os voy a pintar, y si no tembláis de
espanto ante el mal que habéis hecho, y no maldecís horrorizados esta faz de la
integridad nacional que os presento, yo apartaré con vergüenza los ojos de esta
España que no tiene corazón.
Yo no os pido que os apartéis de la senda de la patria; que
seríais infames si os apartarais.
Yo no os pido que firméis la independencia de un país que
necesitáis conservar y que os hiere perder, que sería torpe si os lo pidiera.
Yo no os pido para mi patria concesiones que no podéis darla,
porque, o no las tenéis, o si las tenéis os espantan, que sería necedad
pedíroslas.
Pero yo os pido en nombre de ese honor de la Patria que invocáis,
que reparéis algunos de vuestros más lamentables errores, que en ello habría
honra legítima y verdadera; yo os pido que seáis humanos, que seáis justos, que
no seáis criminales sancionando un crimen constante, perpetuo, ebrio,
acostumbrado a una cantidad de sangre diaria que no le basta ya.
Si no sabéis en su horrorosa anatomía, aquella negación de todo
pensamiento justo y todo noble sentimiento; si no veis las nubes rojas que se
ciernen pesadamente sobre la tierra de Cuba, como avergonzándose de subir al
espacio, porque presumen que allí está Dios; si no las veis mezcladas con los
vapores del vértigo de un pueblo ávido de metal, que al tocar la ansiada mina
que en sueños llenó de miel su vida, ve que se le escapa, y corre tras ella
desalentado, loco, erizados los cabellos y extraviados los ojos, ¿por qué
firmáis con vuestro asentimiento el exterminio de la raza que más os ha
sufrido, que más se os ha humillado, que más os ha esperado, que más sumisa ha
sido hasta que la desesperación o la desconfianza en las promesas ha hecho que
sacuda la cerviz? ¿Por qué sois tan injustos y tan crueles?
Yo no os pido ya razón imparcial para deliberar.
Yo os pido latidos de dolor para los que lloran, latidos de
compasión para los que sufren por lo que quizás habéis sufrido vosotros ayer,
por lo que quizás, si no sois aún los escogidos del Evangelio, habréis de
sufrir mañana.
No en nombre de esa integridad de tierra que no cabe en un cerebro
bien organizado; no en nombre de esa visión que se ha trocado en gigante; en
nombre de la integridad de la honra verdadera, la integridad de los lazos de
protección y de amor que nunca debisteis romper; en nombre del bien, supremo
Dios; en nombre de la justicia, suprema verdad, yo os exijo compasión para los
que sufren en presidio, alivio para su suerte inmerecida, escarnecida,
ensangrentada, vilipendiada.
Si la aliviáis, sois justos.
Si no la aliviáis, sois infames.
Si la aliviáis, os respeto.
Si no la aliviáis, compadezco vuestro oprobio y vuestra
desgarradora miseria.
IV
Vosotros, los que no habéis tenido un pensamiento de justicia en
vuestro cerebro, ni una palabra de verdad en vuestra boca para la raza más
dolorosamente sacrificada, más cruelmente triturada de la tierra.
Vosotros, los que habéis inmolado en el altar de las palabras
seductoras los unos, y las habéis escuchado con placer los otros, los
principios del bien más sencillos, las nociones del sentimiento más comunes,
gemid por vuestra honra, llorad ante el sacrificio, cubríos de polvo la frente,
y partid con la rodilla desnuda a recoger los pedazos de vuestra fama, que
ruedan esparcidos por el suelo.
¿Qué venís haciendo tantos años hace?
¿Qué habéis hecho?
Un tiempo hubo en que la luz del sol no se ocultaba para vuestras
tierras. Y hoy apenas si un rayo las alumbra lejos de aquí, como si el mismo
sol se avergonzara de alumbrar posesiones que son vuestras.
México, Perú, Chile, Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, las
Antillas, todas vinieron vestidas de gala, y besaron vuestros pies, y
alfombraron de oro el ancho surco que en el Atlántico dejaban vuestras naves.
De todas quebrasteis la libertad; todas se unieron para colocar una esfera más,
un mundo más en vuestra monárquica corona.
España recordaba a Roma.
César había vuelto al mundo y se había repartido a pedazos en
vuestros hombres, con su sed de gloria y sus delirios de ambición.
Los siglos pasaron.
Las naciones subyugadas habían trazado a través del Atlántico del
Norte camino de oro para vuestros bajeles. Y vuestros capitanes trazaron a
través del Atlántico del Sur camino de sangre coagulada, en cuyos charcos
pantanosos flotaban cabezas negras como el ébano, y se elevaban brazos
amenazadores como el trueno que preludia la tormenta.
Y la tormenta estalló al fin; y así como lentamente fue preparada,
así furiosa e inexorablemente se desencadenó sobre vosotros.
Venezuela, Bolivia, Nueva Granada, México, Perú, Chile, mordieron
vuestra mano, que sujetaba crispada las riendas de su libertad, y abrieron en
ella hondas heridas; y débiles, y cansados y maltratados vuestros bríos, un
¡ay! se exaló de vuestros labios, un golpe tras otro resonaron lúgubremente en
el tajo, y la cabeza de la dominación española rodó por el continente
americano, y atravesó sus llanuras, y holló sus montes, y cruzó sus ríos, y
cayó al fin en el fondo de un abismo para no volverse a alzar en él jamás.
Las Antillas, las Antillas solas, Cuba sobre todo, se arrastraron
a vuestros pies, y posaron sus labios en vuestras llagas, y lamieron vuestras
manos, y cariñosas y solícitas fabricaron una cabeza nueva para vuestros
maltratados hombros.
Y mientras ella reponía cuidadosa vuestras fuerzas, vosotros
cruzabais vuestro brazo debajo de su brazo, y la llegabais al corazón, y se lo
desgarrabais, y rompíais en él las arterias de la moral y de la ciencia.
Y cuando ella os pidió en premio a sus fatigas una mísera limosna,
alargasteis la mano, y le enseñasteis la masa informe de su triturado corazón,
y os reísteis, y se lo arrojasteis a la cara.
Ella se tocó en el pecho y encontró otro corazón nuevo que latía
vigorosamente, y, roja de vergüenza, acalló sus latidos, y bajó la cabeza, y
esperó.
Pero esta vez esperó en guardia, y la garra traidora sólo pudo
hacer sangre en la férrea muñeca de la mano que cubría el corazón.
Y cuando volvió a extender las manos en demanda de limosna nueva,
alargasteis otra vez la masa de carne y sangre, otra vez reísteis, otra vez se
la lanzasteis a la cara. Y ella sintió que la saangre subía a su garganta, y la
ahogaba, y subía a su cerebro, y necesitaba brotar, y se concentraba en su
pecho que hallaba robusto, y bullía en todo su cuerpo al calor de la burla y
del ultraje. Y brotó al fin. Brotó, porque vosotros mismos la impelisteis a que
brotara, porque vuestra crueldad hizo necesario el rompimiento de sus venas,
porque muchas veces la habíais despedazado el corazón, y no quería, que se lo
despedazarais una vez más.
Y si esto habéis querido, ¿qué os extraña?
Y si os parece cuestión de honra seguir escribiendo con páginas
semejantes vuestra historia colonial, ¿por qué no dulcificáis siquiera con la
justicia vuestro esfuerzo supremo para fijar eternamente en Cuba el jirón de
vuestro manto conquistador?
Y si esto sabéis y conocéis, porque no podéis menos de conocerlo y
de saberlo, y si esto comprendéis, ¿por qué en la comprensión no empezáis
siquiera a practicar esos preceptos ineludibles de honra cuya elusión os hace
sufrir tanto?
Cuando todo se olvida, cuando todo se pierde, cuando en el mar
confuso de las miserias humanas el Dios del Tiempo revuelve algunas veces las
olas y halla las vergüenzas de una nación, no encuentra nunca en ellas la
compasión ni el sentimiento.
La honra puede ser mancillada.
La justicia puede ser vendida.
Todo puede ser desgarrado.
Pero la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás.
Salvadla en vuestra tierra, si no queréis que en la historia de
este mundo la primera que naufrage sea la vuestra.
Salvadla, ya que aún podría ser nación aquella, en que perdidos
todos los sentimientos, quedase al fin el sentimiento del dolor y el de la
propia dignidad.
V
Tristes, sombríos, lastimeros recuerdos son éstos que al calor de
mi idea constante me presta la memoria que el pesar me hizo perder.
Las que habéis amamantado a vuestros pechos al niño de rubios
cabellos y dulcísimos ojos, llorad.
Las que habéis sentido posarse en vuestras frentes la mano augusta
de la imagen de Dios en nuestra vida, llorad.
Los que habéis ido arrancando años del libro de los tiempos para
cederlos a una imagen vuestra, llorad.
Jóvenes, ancianos, madres, hijos, venid y llorad.
Y si me oís, y no lloráis, la tierra os sea leve y el Señor Dios
tenga piedad de vuestras almas.
Venid, llorad.
Y vosotros, los varones fuertes, los hombres de la legalidad y de
la patria, la palabra encarnada del pueblo, la representación severa de la
opinión del país, gemid vuestra vergüenza, postraos de hinojos, lavad la mancha
que obscurece vuestra frente, y crece, y se extiende, y os cubrirá el rostro y
os desgarrará y os envenenará el corazón.
Gemid, lavad, si no queréis que el oprobio sea vuestro recuerdo y
la debilidad y el miedo y el escarnio vuestra triste y desconsoladora historia.
VI
Era el 5 de abril de 1870. Meses hacía que había yo cumplido diez
y siete años.
Mi patria me había arrancado de los brazos de mi madre, y señalado
un lugar en su banquete. Yo besé sus manos y las mojé con el llanto de mi
orgullo, y ella partió, y me dejó abandonado a mí mismo.
Volvió el día 5 severa, rodeó con una cadena mi pie, me vistió con
ropa extraña, cortó mis cabellos y me alargó en la mano un corazón. Yo toqué mi
pecho y lo hallé lleno; toqué mi cerebro y lo hallé firme; abrí mis ojos, y los
sentí soberbios, y rechacé altivo aquella vida que me daban y que rebosaba en
mí.
Mi patria me estrechó en sus brazos, y me besó en la frente, y
partió de nuevo, señalándome con la una mano el espacio y con la otra las
canteras.
Presidio, Dios: ideas para mí tan cercanas como el inmenso
sufrimiento y el eterno bien. Sufrir es quizás gozar. Sufrir es morir para la
torpe vida por nosotros creada, y nacer para la vida de lo bueno, única vida
verdadera.
¡Cuánto, cuánto pensamiento extraño agitó mi cabeza! Nunca como
entonces supe cuánto el alma es libre en las más amargas horas de la
esclavitud. Nunca como entonces, que gozaba en sufrir. Sufrir es más que gozar:
es verdaderamente vivir.
Pero otros sufrían como yo, otros sufrían más que yo. Y yo no he
venido aquí a cantar el poema íntimo de mis luchas y mis horas de Dios. Yo no
soy aquí más que un grillo que no se rompe entre otros mil que no se han roto
tampoco. Yo no soy aquí más que una gota de sangre caliente en un montón de
sangre coagulada. Si meses antes era mi vida un beso de mi madre, y mi gloria
mis sueños de colegio; si era mi vida entonces el temor de no besarla nunca, y
la angustia de haberlos perdido, ¿qué me importa? El desprecio con que acallo
estas angustias vale más que todas mis glorias pasadas. El orgullo con que
agito estas cadenas, valdrá más que todas mis glorias futuras; que el que sufre
por su patria y vive para Dios, en éste u otros mundos tiene verdadera gloria.
¿A qué hablar de mí mismo, ahora que hablo de sufrimientos, si otros han
sufrido más que yo? Cuando otros lloran sangre, ¿qué derecho tengo yo para
llorar lágrimas?
Era aún el día 5 de abril.
Mis manos habían movido ya las bombas; mi padre había gemido ya
junto a mi reja; mi madre y mis hermanas elevaban al cielo su oración empapada
en lágrimas por mi vida; mi espíritu se sentía enérgico y potente; yo esperaba
con afán la hora en que volverían aquellos que habían de ser mis compañeros en
el más rudo de los trabajos.
Habían partido, me dijeron, mucho antes de salir el sol, y no
habían llegado aún, mucho tiempo después de que el sol se había puesto. Si el
sol tuviera conciencia, trocaría en cenizas sus rayos que alumbran al nacer la
mancha de la sangre que se cuaja en los vestidos, y la espuma que brota de los
labios, y la mano que alza con la rapidez de la furia el palo, y la espalda que
gime al golpe como el junco al soplo del vendaval.
Los tristes de la cantera vinieron al fin. Vinieron, dobladas las
cabezas, harapientos los vestidos, húmedos los ojos, pálido y demacrado el
semblante. No caminaban, se arrastraban; no hablaban, gemían. Parecía que no
querían ver; lanzaban sólo sombrías cuanto tristes, débiles cuanto
desconsoladoras miradas al azar. Dudé de ellos, dudé de mí. O yo soñaba, o
ellos no vivían. Verdad eran, sin embargo, mi sueño y su vida; verdad que vinieron,
y caminaron apoyándose en las paredes, y miraron con desencajados ojos, y
cayeron en sus puestos, como caían los cuerpos muertos del Dante. Verdad que
vinieron; y entre ellos, más inclinado, más macilento, más agostado que todos,
un hombre que no tenía un solo cabello negro en la cabeza, cadavérica la faz,
escondido el pecho, cubiertos de cal los pies, coronada de nieve la frente.
-¿Qué tal, don Nicolás? -dijo uno más joven, que al verle le
prestó su hombro.
-Pasando, hijo, pasando -y un movimiento imperceptible se dibujó
en sus labios, y un rayo de paciencia iluminó su cara. Pasando, y se apoyó en
el joven y se desprendió de sus hombros para caer en su porción del suelo.
¿Quién era aquel hombre?
Lenta agonía revelaba su rostro, y hablaba con bondad. Sangre
coagulada manchaba sus ropas, y sonreía.
¿Quién era aquel hombre?
Aquel anciano de cabellos canos y ropas manchadas de sangre tenía
76 años, había sido condenado a diez años de presidio, y trabajaba, y se
llamaba Nicolás del Castillo. ¡Oh, torpe memoria mía, que quiere aquí recordar
sus bárbaros dolores! ¡Oh, verdad tan terrible que no me deja mentir ni
exagerar! Los colores del infierno en la paleta de Caín no formarían un cuadro
en que brillase tanto lujo de horror.
Más de un año ha pasado: sucesos nuevos han llenado mi imaginacón;
mi vida azarosa de hoy ha debido hacerme olvidar mi vida penosa de ayer;
recuerdos de otros días, hambre de familia, sed de verdadera vida, ansia de
patria, todo bulle en mi cerebro, y roba mi memoria y enferma mi razón. Pero
entre mis dolores, el dolor de don Nicolás del Castillo será siempre mi perenne
dolor.
Los hombres de corazón escriben en la primera página de la
historia del sufrimiento humano: Jesús. Los hijos de Cuba deben escribir en las
primeras páginas de su historia de dolores: Castillo.
Todas las grandes ideas tienen su gran Nazareno, y don Nicolás del
Castillo ha sido nuestro Nazareno infortunado. Para él, como para Jesús, hubo
un Caifás. Para él, como para Jesús, hubo un Longinos. Desgraciadamente para
España, ninguno ha tenido para él el triste valor de ser siquiera Pilatos.
¡Oh! Si España no rompe el hierro que lastima sus rugosos pies,
España estará para mí ignominiosamente borrada del libro de la vida. La muerte
es el único remedio a la vergüenza eterna. Despierte al fin y viva la dignidad,
la hidalguía antigua castellana. Despierte y viva, que el sol de Pelayo está ya
viejo y cansado, y no llegarán sus rayos a las generaciones venideras, si los
de un sol nuevo de grandeza no le unen su esplendor. Despierte y viva una vez
más. El león español se ha dormido con una garra sobre Cuba, y Cuba se ha
convertido en tábano y pica sus fauces, y pica su nariz, y se posa en su
cabeza, y el león en vano la sacude, y ruge en vano. El insecto amarga las más
dulces horas del rey de las fieras. El sorprenderá a Baltasar en el festín, y
él será para el Gobierno descuidado el Mane, Thecel, Phares de las modernas
profesías.
¿España se regenera? No puede regenerarse. Castillo está ahí.
¿España quiere ser libre? No puede ser libre. Castillo está ahí.
¿España quiere regocijarse? No puede regocijarse. Castillo está
ahí.
Y si España se regocija, y se regenera, y ansía libertad, entre
ella y sus deseos se levantará un gigante ensangrentado, magullado, que se
llama don Nicolás del Castillo, que llena setenta y seis páginas del libro de
los Tiempos, que es la negación viva de todo noble principio y toda gran idea
que quiera desarrollarse aquí. Quien es bastante cobarde o bastante malvado
para ver con temor o con indiferencia aquella cabeza blanca, tiene roído el
corazón y enferma de peste la vida.
Yo lo ví, yo lo ví venir aquella tarde; yo lo ví sonreir en medio
de su pena; yo corrí hacia él. Nada en mí había perdido mi natural altivez.
Nada aún había magullado mi sombrero negro. Y al verme erguido todavía, y al
ver el sombrero que los criminales llaman allí estampa de la muerte, y bien lo
llaman, me alargó su mano, volvió hacia mí los ojos en que las lágrimas eran
perennes, y me dijo: ¡Pobre!
¡Pobre!
Yo lo miré con ese angustioso afán, con esa dolorosa simpatía que
inspira una pena que no se puede remediar. Y él levantó su blusa, y me dijo
entonces:
-Mira.
La pluma escribe con sangre al escribir lo que yo ví; pero la
verdad sangrienta es también verdad.
Ví una llaga que con escasos vacíos cubría casi todas las espaldas
del anciano, que destilaban sangre en unas partes, y materia pútrida y
verdinegra en otras. Y en los lugares menos llagados, pude contar las señales
recientísimas de treinta y tres ventosas.
¿Y España se regocija, y se regenera, y ansía libertad? No puede
regocijarse, ni regenerarse, ni ser libre. Castillo está ahí.
Ví la llaga, y no pensé en mí, ni pensé que quizás el día
siguiente me haría otra igual. Pensé en tantas cosas a la vez; sentí un cariño
tan acendrado hacia aquel campesino de mi patria; sentí una compasión tan
profunda hacia sus flageladores; sentí tan honda lástima de verlos platicar con
su conciencia, si esos hombres sin ventura la tienen, que aquel torrente de
ideas angustiosas que por mí cruzaban, se anudó en mi garganta, se condensó en
mi frente, se agolpó a mis ojos. Ellos, fijos, inmóviles, espantados, eran mis
únicas palabras. Me espantaba que hubiese manos sacrílegas que manchasen con
sangre aquellas canas. Me espantaba de ver allí refundidos el odio, el
servilismo, el rencor, la venganza; yo, para quien la venganza y el odio son
dos fábulas que en horas malditas se esparcieron por la tierra. Odiar y
vengarse cabe en un mercenario azotador de presidio; cabe en el jefe
desventurado que le reprende con acritud si no azota con crueldad; pero no cabe
en el alma joven de un presidiario cubano, más alto cuando se eleva sobre sus
grillos, más erguido cuando se sostiene sobre la pureza de su conciencia y la
rectitud indomable de sus principios, que todos aquellos míseros que a par que
las espaldas del cautivo, despedazan el honor y la dignidad de su nación.
Y hago mal en decir esto, porque los hombres son átomos demasiado
pequeños para que quien en algo tiene las excelencias puramente espirituales de
las vidas futuras, humilde su criterio a las acciones particulares de un individuo
solo. Mi cabeza, sin embargo, no quiere hoy dominar a mi corazón. El siente, él
habla, él tiene todavía resabios de su humana naturaleza.
Tampoco odia Castillo. Tampoco una palabra de rencor interrumpió
la mirada inmóvil de mis ojos.
Al fin le dije:
-Pero, ¿esto se lo han hecho aquí? ¿Por qué se lo han hecho a
usted?
-Hijo mío, quizás no me creerías. Di a cualquiera otro que te diga
por qué.
La fraternidad de la desgracia es la fraternidad más rápida. Mi
sombrero negro estaba demasiado bien teñido, mis grillos eran demasiado fuertes
para que no fuesen lazos muy estrechos que uniesen pronto a aquellas almas
acongojadas a mi alma. Ellos me contaron la historia de los días anteriores de
don Nicolás. Un vigilante de presidio me la contó así más tarde. Los presos
peninsulares la cuentan también como ellos.
Días hacía que don Nicolás había llegado a presidio.
Días hacía que andaba a las cuatro y media de la mañana el trecho
de más de una legua que separa las canteras del establecimiento penal, y volvía
a andarlo a las seis de la tarde cuando el sol se había ocultado por completo,
cuando había cumplido doce horas de trabajo diario.
Una tarde don Nicolás picaba piedra con sus manos despedazadas,
porque los palos del brigada no habían logrado que el infeliz caminase sobre
dos extensas llagas que cubrían sus pies.
Detalle repugnante, detalle que yo también sufrí, sobre el que yo,
sin embargo, caminé, sobre el que mi padre desconsolado lloró. Y ¿qué día tan
amargo aquel en que logró verme, y yo procuraba ocultarle las grietas de mi
cuerpo, y él colocarme unas almohadillas de mi madre para evitar el roce de los
grillos, y vio al fin, un día después de haberme visto paseando en los salones
de la cárcel, aquellas aberturas purulentas, aquellos miembros estrujados,
aquella mezcla de sangre y polvo, de materia y fango, sobre que me hacían
apoyar el cuerpo, y correr, y correr! ¡Día amargísimo aquél! Prendido a aquella
masa informe, me miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje, me
volvía a mirar, y al fin, estrechando febrilmente la pierna triturada, rompió a
llorar! Sus lágrimas caían sobre mis llagas; yo luchaba por secar su llanto;
sollozos desgarradores anudaban su voz, y en esto sonó la hora del trabajo, y
un brazo rudo me arrancó de allí, y él quedó de rodillas en la tierra mojada
con mi sangre, y a mí me empujaba el palo hacia el montón de cajones que nos
esperaba ya para seis horas. ¡Día amarguísimo aquél! Y yo todavía no sé odiar.
Así también estaba don Nicolás.
Así, cuando llegó del establecimiento un vigilante y habló al
brigada y el brigada le envió a cargar cajones, a caminar sobre las llagas
abiertas, a morir, como a alguien que le preguntaba dónde iba respondió el
anciano.
Es la cantera extenso espacio de ciento y más varas de
profundidad. Fórmanla elevados y numerosos montones, ya de piedra de distintas
clases, ya de cocó, ya de cal, que hacíamos en los hornos, y al cual subíamos,
con más cantidad de la que podía contener el ancho cajón, por cuestas y
escaleras muy pendientes, que unidas hacían una altura de ciento noventa varas.
Estrechos son los caminos que entre los montones quedan, y apenas si por sus
recodos y encuentros puede a veces pasar un hombre cargado. Y allí, en aquellos
recodos estrechísimos, donde las moles de piedra descienden frecuentemente con
estrépito, donde el paso de un hombre suele ser difícil, allí arrojan a los que
han caído en tierra desmayados, y allí sufren,, ora la pisada del que huye del
golpe inusitado de los cabos, ora la piedra que rueda del montón al menor
choque, ora la tierra que cae del cajón en la fuga continua en que se hace allí
el trabajo. Al pie de aquellas moles reciben el sol, que sólo deja dos horas al
día las canteras; allí, las lluvias, que tan frecuentes son en todas las
épocas, y que esperábamos con ansia porque el agua refrescaba nuestros cuerpos,
y porque si duraba más de media hora nos auguraba algún descanso bajo las
excavaciones de las piedras; allí el palo suelto, que por costumbre deja caer
el cabo de vara que persigue a los penados con el mismo afán con que esquiva la
presencia del brigada, y allí, en fin, los golpes de éste, que de vez en cuando
pasa para cerciorarse de la certeza del desmayo, y se convence a puntapiés.
Esto, y la carrera vertiginosa de cincuenta hombres, pálidos, demacrados,
rápidos a pesar de su demacración, hostigados, agitados por los palos,
aturdidos por los gritos; y el ruido de cincuenta cadenas, cruzando algunas de
ellas tres veces el cuerpo del penado; y el continuo chasquido del palo en las
carnes, y las blasfemias de los apaleadores, y el silencio terrible de los
apaleados, y todo repetido incansablemente un día y otro día, y una hora y otra
hora, y doce horas cada día: he ahí pálida y débil la pintura de las canteras.
Ninguna pluma que se inspire en el bien, puede pintar en todo su horror el
frenesí del mal. Todo tiene su término en la monotonía. Hasta el crimen es
monótono, que monótono se ha hecho ya el crimen del horrendo cementerio de San
Lázaro.
-¡Andar! ¡Andar!
-¡Cargar! ¡Cargar!
Y a cada paso un quejido, y a cada quejido un palo, y a cada
muestra de desaliento el brigada que persigue al triste, y lo acosa, y él huye,
y tropieza, y el brigada lo pisa y lo arrastra, y los cabos se reúnen, y como
el martillo de los herreros suena uniforme en la fragua, las varas de los cabos
dividen a compás las espaldas del desventurado. Y cuando la espuma mezclada con
la sangre brota de los labios, y el pulso se extingue y parece que la vida se
va, dos presidiarios, el padre, el hermano, el hijo del flagelado quizás, lo
cargan por los pies y la cabeza, y lo arrojan al suelo, allá al pie de un alto
montón.
Y cuando el fardo cae, el brigada le empuja con el pie y se alza
sobre una piedra, y enarbola la vara, y dice tranquilo:
-Ya tienes por ahora: veremos más tarde.
Este tormento, todo este tormento sufrió aquella tarde don
Nicolás. Durante una hora, el palo se levantaba y caía metódicamente sobre
aquel cuerpo magullado que yacía sin conocimiento en el suelo. Y le magulló el
brigada, y azotó sus espaldas con la vaina de su sable, e introdujo su extremo
entre las costillas del anciano exánime. Y cuando su pie le hizo rodar por el
polvo y rodaba como cuerpo muerto, y la espuma sanguinolenta cubría su cara y
se cuajaba en ella, el palo cesó, y don Nicolás fue arrojado a la falda de un
montón de piedra.
Parece esto el refinamiento más bárbaro del odio, el esfuerzo más
violento del crimen. Parece que hasta allí, y nada más que hasta allí, llegan
la ira y el rencor humanos; pero esto podrá parecer cuando el presidio no es el
presidio político de Cuba, el presidio que han sancionado los diputados de la
nación.
Hay más, y mucho más, y más espantoso que esto.
Dos de sus compañeros cargaron por orden del brigada el cuerpo
inmóvil de don Nicolás hasta el presidio, y allí se le llevó a la visita del
médico.
Su espalda era una llaga. Sus canas a trechos eran rojas, a
trechos masa fangosa y negruzca. Se levantó ante el médico la ruda camisa; se
le hizo notar que su pulso no latía; se le enseñaron las heridas. Y aquel
hombre extendió la mano, y profirió una blasfemia, y dijo que aquello se curaba
con baños de cantera. Hombre desventurado y miserable; hombre que tenía en el
alma todo el fango que don Nicolás tenía en el rostro y en el cuerpo.
Don Nicolás no había aún abierto los ojos, cuando la campana llamó
al trabajo en la madrugada del día siguiente, aquella hora congojosa en que la
atmósfera se puebla de ayes, y el ruido de los grillos es más lúgrube, y el
grito del enfermo es más agudo, y el dolor de las carnes magulladas es más
profundo, y el palo azota más fácil los hinchados miembros; aquella hora que no
olvida jamás quien una vez y ciento sintió en ella el más rudo de los dolores
del cuerpo, nunca tan rudo como altivo el orgullo que reflejaba su frente y
rebosaba en su corazón. Sobre un pedazo mísero de lona embreada, igual a aquel
en que tantas noches pasó sentada a mi cabecera la sombra de mi madre; sobre
aquella dura lona yacía Castillo, sin vida los ojos, sin palabras la garganta,
sin movimiento los brazos y las piernas.
Cuando se llega aquí, quizás se alegra el alma porque presume que
en aquel estado un hombre no trabaja, y que el octogenario descansaría al fin
algunas horas; pero sólo puede alegrarse el alma que olvida que aquel presidio
era el presidio de Cuba, la institución del Gobierno, el acto mil veces
repetido del Gobierno que sancionaron aquí los representantes del país. Una
orden impía se apoderó del cuerpo de don Nicolás; le echó primero en el suelo,
le echó después en el carretón.Y allí, rodando de un lado para otro a cada
salto, oyéndose el golpe seco de su cabeza sobre las tablas, asomando a cada
bote del carro algún pedazo de su cuerpo por sobre los maderos de los lados,
fue llevado por aquel camino que el polvo hace tan sofocante, que la lluvia
hace tan terroso, que las piedras hicieron tan horrible para el desventurado
presidiario.
Golpeaba la cabeza en el carro. Asomaba el cuerpo a cada bote.
Trituraban a un hombre. ¡Miserables! ¡Olvidaban que en aquel hombre iba Dios!
Ese, ése es Dios; ése es el Dios que os tritura la conciencia, si
la tenéis; que os abraza el corazón, si no se ha fundido ya al fuego de vuestra
infamia. El martirio por la patria es Dios mismo, como el bien, como las ideas
de espontánea generosidad universales. Apaleadle, heridle, magulladle. Sois
demasiado viles para que os devuelva golpe por golpe y herida por herida. Yo
siento en mí a este Dios, yo tengo en mí a este Dios; este Dios en mí os tiene
lástima, más lástima que horror y que desprecio.
El comandante del presidio había visto llegar la tarde antes a
Castillo.
El comandante del presidio había mandado que saliese por la
mañana. Mi Dios tiene lástima de ese comandante. Ese comandante se llama
Mariano Gil de Palacio.
Aquel viaje criminal cesó al fin. Don Nicolás fue arrojado al
suelo. Y porque sus pies se negaban a sostenerle, porque sus ojos no se abrían,
el brigada golpeó su exánime cuerpo. A los pocos golpes, aquella excelsa figura
se incorporó sobre sus rodillas como para alzarse, pero abrió los brazos hacia
atrás, exaló un gemido ahogado y volvió a caer rodando por el suelo.
Eran las cinco y media.
Se le echó al pie de un montón. Llegó el sol: calcinó con su fuego
las piedras. Llegó la lluvia: penetró con el agua las capas de la tierra.
Llegaron las seis de la tarde. Entonces dos hombres fueron al montón a buscar el
cuerpo que, calcinado por el sol y penetrado por la lluvia, yacía allí desde
las horas primeras de la mañana.
¡Verdad que esto es demasiado horrible? ¡Verdad que esto no ha de
ser más así?
El ministro de Ultramar es español. Esto es allá el presidio español.
El ministro de Ultramar dirá cómo ha de ser de hoy más, porque yo no supongo al
Gobierno tan infame que sepa esto y lo deje como lo sabe.
Y esto fue un día y otro día, y muchos días. Apenas si el esfuerzo
de sus compatriotas había podido lograrle a hurtadillas, que lograrla estaba
prohibido, un poco de agua con azúcar por único alimento. Apenas si se veía su
espalda, cubierta casi toda por la llaga. Y, sin embargo, días había en que
aquella hostigación vertiginosa le hacía trabajar algunas horas. Vivía y
trabajaba. Dios vivía y trabajaba entonces en él.
Pero alguien habló al fin de esto; a alguien horrorizó a quien se
debía complacer, quizás a su misma bárbara conciencia. Se mandó a don Nicolás
que no saliese al trabajo en algunos días; que se le pusiesen ventosas. Y le
pusieron treinta y tres. Y pasó algún tiempo tendido en su lona. Y se baldeó
una vez sobre él. Y se barrió sobre su cuerpo.
Don Nicolás vive todavía. Vive en presidio. Vivía al menos siete
meses hace, cuando fuí a ver, sabe el azar hasta cuándo, aquella que fue morada
mía. Vivía trabajando. Y antes de estrechar su mano la última madrugada que lo
vi, nuevo castigo inusitado, nuevo refinamiento de crueldad hizo su víctima a
don Nicolás. ¿Por qué esto ahora? ¿Por qué aquello antes?
Cuando yo lo preguntaba, penínsulares y cubanos me decían:
-Los voluntarios decían que don Nicolás era brigadier en la
insurrección, y el comandante quería complacer a los voluntarios.
Los voluntarios son la integridad nacional.
El presidio es una institución del Gobierno.
El comandante es Mariano Gil de Palacio.
Cantad, cantad, diputados de la nación.
Ahí tenéis la integridad: ahí tenéis el Gobierno que habéis
aprobado, que habéis sancionado, que habéis unánimemente aplaudido.
Aplaudid; cantad.
¿No es verdad que vuestra honra os manda cantar y aplaudir?
VII
¡Martí! ¡Martí! me dijo una mañana un pobre amigo mío, amigo allí
porque era presidiario político, y era bueno, y como yo, por extraña
circunstancia, había recibido orden de no salir al trabajo y quedar en el taller
de cigarrería; mira aquel niño que pasa por allí.
Miré. ¡Tristes ojos míos que tanta tristeza vieron!
Era verdad. Era un niño. Su estatura apenas pasaba del codo de un
hombre regular. Sus ojos miraban entre espantados y curiosos aquella ropa
rudísima con que le habían vestido, aquellos hierros extraños que habían ceñido
a sus pies.
Mi alma volaba hacia su alma. Mis ojos estaban fijos en sus ojos.
Mi vida hubiera dado por la suya. Y mi brazo estaba sujeto al tablero del
taller; y su brazo movía, atemorizado por el palo, la bomba de los tanques.
Hasta allí, yo lo había comprendido todo, yo me lo había explicado
todo, yo había llegado a explicarme el absurdo de mí mismo; pero ante aquel
rostro inocente, y aquella figura delicada, y aquellos ojos serenísimos y
puros, la razón se me extraviaba, yo no encontraba mi razón, y era que se me había
ido despavorida a llorar a los pies de Dios. ¡Pobre razón mía! Y ¡cuántas veces
la han hecho llorar así por los demás!
Las horas pasaban; la fatiga se se pintaba en aquel rostro; los
pequeños brazos se movían pesadamente; la rosa suave de las mejillas desaparecía;
la vida de los ojos se escapaba; la fuerza de los miembros debilísimos huía. Y
mi pobre corazón lloraba.
La hora de cesar en la tarea llegó al fin. El niño subió jadeante
las escaleras. Así llegó a su galera. Así se arrojó en el suelo, único asiento
que nos era dado, único descanso para nuestras fatigas, nuestra silla, nuestra
mesa, nuestra cama, el paño mojado con nuestras lágrimas, el lienzo empapado en
nuestra sangre, refugio ansiado, asilo único de nuestras carnes magulladas y
rotas, y de nuestros miembros hinchados y doloridos.
Pronto llegué hasta él. Si yo fuera capaz de maldecir y odiar, yo
hubiera odiado y maldecido entonces. Yo también me senté en el suelo, apoyé su
cabeza en su miserable chaquetón y esperé a que mi agitación me dejase hablar.
-¿Cuántos años tienes? -le dije.
-Doce, señor.
-Doce, ¿y te han traído aquí? Y ¿cómo te llamas?
-Lino Figueredo.
-Y ¿qué hiciste?
-Yo no sé, señor. Yo estaba con taítica y mamita, y vino la tropa, y se llevó
a taítica, y volvió, y me trajo a mí.
-¿Y tu madre?
-Se la llevaron.
-¿Y tu padre?
-También, y no sé de él, señor. ¿Qué habré hecho yo para que me
traigan aquí, y no me dejen estar estar contaitica y mamita?
Si la indignación, si el dolor, si la pena angustiosa pudiesen
hablar, yo hubiera hablado al niño sin ventura. Pero algo extraño, y todo
hombre honrado sabe lo que era, sublevaba en mí la resignación y la tristeza, y
atizaba el fuego de la venganza y de la ira; algo extraño ponía sobre mi
corazón su mano de hierro, y secaba en mis párpados las lágrimas, y helaba las
palabras en mis labios.
Doce años, doce años, zumbaba
constantemente en mis oídos, y su madre y mi madre, y su debilidad y mi
impotencia se amontonaban en mi pecho, y rugían, y andaban desbordados por mi
cabeza, y ahogaban mi corazón.
Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo condenaba
a diez años de presidio.
Doce años tenía Lino Figueredo, y el Gobierno español lo cargaba
de grillos, y lo lanzaba entre los criminales, y lo exponía, quizás como
trofeo, en las calles.
¡Oh! ¡Doce años!
No hay término medio, que avergüenza. No hay contemplación
posible, que mancha. El Gobierno olvidó su honra cuando sentenció a un niño de
doce años a presidio; la olvidó más cuando fue cruel, inexorable, inicuo con
él. Y el Gobierno ha de volver, y volver pronto, por esa honra suya, ésta como
tantas otras veces mancillada y humillada.
Y habrá de volver pronto, espantado de su obra, cuando oiga toda
la serie de sucesos que yo no nombro, porque me avergüenza la miseria ajena.
Lino Figueredo había sido condenado a presidio. Esto no bastaba.
Lino Figueredo había llegado ya allí; era presidiario ya; gemía
uncido a sus pies el hierro; lucía el sombrero negro y el hábito fatal. Esto no
bastaba todavía.
Era preciso que el niño de doce años fuera precipitado en las
canteras, fuese azotado, fuese apaleado en ellas. Y lo fue. Las piedras
rasgaron sus manos; el palo rasgó sus espaldas; la cal viva rasgó y y llagó sus
pies.
Y esto fue un día. Y lo apalearon.
Y otro día. Y lo apalearon también.
Y muchos días.
Y el palo rompía las carnes de un niño de doce años en el presidio
de La Habana, y la integridad nacional hacía vibrar aquí una cuerda mágica que
siempre suena enérgica y poderosa.
La integridad nacional deshonra, azota, asesina allá.
Y conmueve, y engrandece, y entusiasma aquí.
¡Conmueva, engrandezca, entusiasme aquí la integridad nacional que
azota, que deshonra, que asesina allá!
Los representantes del país no sabían la historia de don Nicolás
del Castillo y Lino Figueredo cuando sancionaron los actos del gobierno,
embriagados por el aroma del acomodaticio patriotismo. No la sabían, porque el
país habla en ellos; y si el país la sabía, y hablaba así, este país no tiene
dignidad ni corazón.
Y hay aquello, y mucho más.
Las canteras son para Lino Figueredo la parte más llevadera de su
vida mártir. Hay más.
Una mañana, el cuello de Lino no pudo sustentar su cabeza; sus
rodillas flaqueaban; sus brazos caían sin fuerzas de sus hombros; un mal
extraño vencía en él al espíritu desconocido que le había impelido morir, que
había impelido morir a don Nicolás y a tantos otros, y a mí. Verdinegra sombra
rodeaba sus ojos; rojas manchas apuntaban en su cuerpo; su voz se exalaba como
un gemido; sus ojos miraban como una queja. Y en aquella agonía, y en aquella
lucha del enfermo en presidio, que es la más terrible de todas las luchas, el
niño se acercó al brigada de su cuadrilla, y le dijo:
-Señor, yo estoy malo; no me puedo menear; tengo el cuerpo lleno
de manchas.
-¡Anda, anda! -dijo con brusca voz el brigada-, -¡Anda! -Y un
golpe del palo respondió a la queja- ¡Anda!
Y Lino, apoyándose sin que lo vieran, -que si lo hubieran visto,
su historia tendría una hoja sangrienta más-, en el hombro de alguno no tan
débil aquel día como él, anduvo. Muchas cosas andan. Todo anda. La eterna
justicia, insondable cuanto eterna, anda también, y ¡algún día parará!
Lino anduvo. Lino trabajó. Pero las manchas cubrieron al fin su
cuerpo, la sombra empañó sus ojos, las rodillas se doblaron. Lino cayó, y la
viruela se asomó a sus pies y extendió sobre él su garra y le envolvió rápida y
avarienta en su horroroso manto. ¡Pobre Lino!
Sólo así, sólo por el miedo egoísta del contagio, fue Lino al
hospital. El presidio es un infierno real en la vida. El hospital del presidio
es otro infierno más real aún en el vestíbulo de los mundos extraños. Y para
cambiar de infierno, el presidio político de Cuba exige que nos cubra la sombra
de la muerte.
Lo recuerdo, y lo recuerdo con horror. Cuando el cólera recogía su
haz de víctimas allí, no se envió el cadáver de un desventurado chino al
hospital, hasta que un paisano suyo no le picó una vena, y brotó una gota, una
gota de sangre negra, coagulada. Entonces, sólo entonces, se declaró que el
triste estaba enfermo. Entonces; y minutos después el triste moría.
Mis manos han frotado sus rígidos miembros; con mi aliento los he
querido revivir; de mis brazos han salido sin conocimiento, sin vista, sin voz,
pobres coléricos; que sólo así se juzgaba que lo eran.
Bello, bello es el sueño de la Integridad Nacional. ¿No es verdad
que es muy bello, señores diputados?
¡Martí! ¡Martí! volvió a decirme pocos días después mi amigo.
Aquel que viene allí ¿no es Lino? Mira, mira bien.
Miré, miré. ¡Era Lino! Lino que venía apoyado en otro enfermo,
caída la cabeza, convertida en negra llaga la cara, en negras llagas las manos
y los pies; Lino que venía, extraviados los ojos, hundido el pecho, inclinando
el cuerpo, ora hacia adelante, ora hacia atrás, rodando al suelo si lo dejaban
solo, caminando arrastrado si se apoyaba en otro; Lino, que venía con la
erupción desarrollada en toda su plenitud, con la viruela mostrada en toda su
deformidad, viva, supurante, purulenta. Lino, en fin, que venía sacudido a cada
movimiento por un ataque de vómito que parecía el esfuerzo postrimero de su
vida.
Así venía Lino, y el médico del hospital acababa de certificar que
Lino estaba sano. Sus pies no lo sostenían; su cabeza se doblaba; la erupción
se mostraba en toda su deformidad; todos lo palpaban; todos lo veían. Y el
médico certificaba que venía sano Lino. Este médico tenía la viruela en el
alma.
Así pasó el triste la más horrible de las tardes. Así lo vio el
médico del establecimiento, y así volvió al hospital.
Días después, un cuerpo pequeño, pálido, macilento, subía
ahogándose las escaleras del presidio. Sus miradas vagaban sin objeto; sus
manecitas demacradas apenas podían apoyarse en la baranda; la faja que sujetaba
los grillos resbalaba sin cesar de su cintura; penosísima y trabajosamente
subía cada escalón.
-¡Ay! -decía, cuando fijaba al fin los dos pies-. ¡Ay,taítica de mi vida! - y rompía a llorar.
Concluyó al fin de subir. Subí yo tras él, y me senté a su lado, y
estreché sus manos, y le arreglé su míseropetate y volví más de una vez mi cabeza para
que no viera que mis lágrimas corrían como las suyas.
¡Pobre Lino!
No era el niño robusto, la figura inocente y gentil que un mes
antes sacudía con extrañeza los hierros que habían unido a sus pies. No era
aquella rosa de los campos que algunos conocieron risueña como mayo, fresca
como abril. Era la agonía perenne de la vida. Era la amenaza latente de la
condenación de muchas almas. Era el esqueleto enjuto que arroja la boa constrictora
después que ha hinchado y satisfecho sus venas con su sangre.
Y Lino trabajó así. Lino fue castigado al día siguiente así. Lino
salió en las cuadrillas de la calle así. El espíritu desconocido que
inmortaliza el recuerdo de las grandes innatas ideas, y vigoriza ciertas almas
quizá predestinadas, vigorizó las fuerzas de Lino, y dio robustez y vida nueva
a su sangre.
Cuando salí de aquel cementerio de sombras vivas, Lino estaba aún
allí. Cuando me enviaron a estas tierras, Lino estaba allí aún. Después la losa
del inmenso cadáver se ha cerrado para mí. Pero Lino vive en mi recuerdo, y me
estrecha la mano, y me abraza cariñosamente, y vuela a mi alrededor, y su
imagen no se aparta un instante de mi memoria.
Cuando los pueblos van errados; cuando, o cobardes o indiferentes,
cometen o disculpan extravíos, si el último vestigio de energía desaparece, si
la última, o quizás la primera, expresión de la voluntad guarda torpe silencio,
los pueblos lloran mucho, los pueblos expían su falta, los pueblos perecen escarnecidos
y humillados y despedazados, como ellos escarnecieron y despedazaron y
humillaron a su vez.
La idea no cobija nunca la embriaguez de la sangre.
La idea no disculpa nunca el crimen y el refinamiento bárbaro en
el crimen.
España habla de su honra.
Lino Figueredo está allí. Allí; y entre los sueños de mi fantasía,
veo aquí a los diputados danzar ebrios de entusiasmo, vendados los ojos, con
vertiginoso movimiento, con incansable carrera, alumbrados como Nerón por los
cuerpos humanos que atados a los pilares ardían como antorchas. Entre aquel
resplandor siniestro, un fantasma rojo lanza una estridente carcajada. Y lleva
escrito en la frente Integridad
Nacional: los diputados
danzan. Danzan, y sobre ellos una mano extiende la ropa manchada de sangre de
don Nicolás del Castillo, y otra mano enseña la cara llagada de Lino Figueredo.
Dancen ahora, dancen.
VIII
Si los dolores verdaderamente agudos pueden ser templados por
algún goce, sólo puede templarlos el goce de acallar el grito de dolor de los
demás. Y si algo los exacerba y los hace terribles, es seguramente la
convicción de nuestra impotencia para calmar los dolores ajenos.
Esta angustia, que no todos comprenden, con la que tanto sufre
quien la llegue a comprender, llenó muchas veces mi alma, la llenaba
perennemente en aquel intervalo sombrío de la vida que se llama presidio de
Cuba.
Yo suelo olvidar mi mal cuando curo el mal de los demás. Yo suelo
no acordarme de mi daño más que cuando los demás pueden sufrirlo por mí. Y
cuando yo sufro y no mitiga mi dolor el placer de mitigar el sufrimiento ajeno,
me parece que en mundos anteriores he cometido una gran falta que en mi
peregrinación desconocida por el espacio me ha tocado venir a purgar aquí. Y
sufro más, pensando que, así como es honda mi pena, será amargo y desgarrador
el remordimiento de los que la causan a alguien.
Aflije verdaderamente pensar en los tormentos que roen las almas
malas. Da profunda tristeza su ceguedad. Pero nunca es tanta como la ira que
despierta la iniquidad en el crimen, la iniquidad sistemática, fría, meditada,
tan constantemente ejecutada como rápidamente concebida.
Castillo, Lino Figueredo, Delgado, Juan de Dios Socarrás, Ramón
Rodríguez Alvarez, el negrito Tomás y tantos otros, son lágrimas negras que se
han filtrado en mí corazón.
¡Pobre negro Juan de Dios! Reía cuando le pusieron la cadena. Reía
cuando le pusieron a la bomba. Reía cuando marchaba a las canteras. Solamente
no reía cuando el palo rasgaba aquellas espaldas en que la luz del sol había
dibujado más de un siglo. El idiotismo había sucedido en él a la razón; su
inteligencia se había convertido en instinto; el sentimiento vivía únicamente
entero en él. Sus ojos conservaban la fiel imagen de las tierras y las cosas;
pero su memoria unía sin concierto los últimos con los primeros años de su
vida. En las largas y extrañas relaciones que me hacía y que tanto me gustaba
escuchar, resaltaba siempre su respeto ilimitado al señor, y la confianza y
gratitud de los amos por su cariño y lealtad. En el espacio de una vara
señalaba perfectamente con el dedo los límites de las más importantes haciendas
de Puerto Príncipe; pero en diez palabras confundía al biznieto con el
bisabuelo, y a los padres con los hijos, y a las familias de más remoto y
separado origen.
Aquello que más le hería, que más dolor le causaba, hallaba en él
por respuesta esa risa bondadosa, franca, llena, peculiar del negro de nación.
Los golpes sólo despertaban la antigua vida en él. Cuando vibraba el palo en
sus carnes, la eterna sonrisa desaparecía de sus labios, el rayo de la ira
africana brillaba rápida y fieramente en sus ojos apagados, y su mano ancha y
nerviosa comprimía con agitación febril el instrumento del trabajo.
El Gobierno español ha condenado en Cuba a un idiota.
El Gobierno español ha condenado en Cuba a un hombre negro de más
de cien años. Lo ha condenado a presidio. Lo ha azotado en presidio. Lo ve
impávido trabajar en presidio.
El Gobierno españól. O la integridad nacional, y esto es más
exacto; que, aunque tanto se empeñan en fundir en una estas dos existencias,
España tiene todavía para mí la honra de tenerlos separados.
Canten también, aplaudan también los sancionadores entusiastas de
la conducta del Gobierno en Cuba
IX
Y con Juan de Dios, ¡pobre negrito Tomás!
¡Ah! Su recuerdo indigna demasiado para que me deja hablar mucho
de él. Trabajo me cuesta, sin embargo, contener mi pluma, que corre demasiaso
rápida, al oir su nombre.
Tiene once años, y es negro, y es bozal.
¡Once años, y está en presidio!
¡Once años, y es sentenciado político!
¡Bozal, y un consejo de guerra lo ha sentenciado!
¡Bozal, y el Capitán General ha firmado su sentencia!
¡Miserables, miserables! Ni aun tienen la vergüenza necesaria para
ocultar el más bárbaro de sus crímenes.
Canten, canten, loen, aplaudan los diputados de la nación.
X
Ramón Rodríguez Álvarez llora también con tantos infelices.
Ramón Rodríguez Álvarez, que fue sentenciado a los catorce años de
su vida.
Ramón Rodríguez Alvarez, que arrastra la cadena del condenado
político a diez años de presidio.
El iba a la cantera a la par que Lino Figueredo. Cuando él llegó,
Lino estaba allí hacía más de una semana. Y en aquel infierno de piedras y
gemidos, Lino le aligeraba a hurtadillas de su carga, y se la echaba a su
cajón, porque Ramón se desmayaba bajo tanto peso; Lino, cargado y expirando, le
prestaba su hombro llagado para que se apoyara al subir la terrible cuesta;
Lino le llenaba a veces apresuradamente de piedra su cajón para que no tardara
demasiado, y el palo bárbaro cayera sobre él. Y una vez que Ramón se desmayó, y
Lino cogió en la mano un poco de agua y con su carga en la cabeza dobló una
rodilla, y lo dejó caer en la boca y en el pecho de su amigo Ramón, el brigada
pasó, el brigada lo vio, y se lanzó sobre ellos, y ciego de ira, su palo cayó
rápido sobre los niños, e hizo brotar la sangre del cuerpo desmayado y el
cuerpo erguido aún, y pocos instantes pasaron sin que el cajón rodase de la
cabeza de Lino, y sus brazos se abriesen hacia atrás, y cayese exánime al lado
de su triste compañero.
Ramón tenía catorce años.
Lino tenía doce.
Sobre ellos, un hombre blandía, con ira extraña, su palo; una
nación lloraba en los aires la ignominia con que sus hijos manchaban su frente.
Aplaudan siempre, canten siempre los diputaos de la nación.
¡No es verdad, repito, que importa a vuestra honra cantar y
aplaudir?
XI
Y allá, en las canteras, aparece como tristísimo recuerdo el
conato de suicidio de Delgado.
Era joven, tenía veinte años. Era aquél su primer día de trabajo.
Y en aquel día en que el comandante había mandado suspender el castigo, en
aquel solemne día -para él y la integridad nacional, amiga aún-, a la media
hora de trabajo, Delgado, que lo había comenzado, erguido, altanero, robusto,
se detuvo en un instante de descuido de los cabos en la más alta de las cimas a
que había llevado piedra, lanzó su sombrero al aire, dijo adiós con la mano a
los que de la cárcel de Guanabacoa habían venido con él, y se arrojó al espacio
desde una altura de ochenta varas.
Cayó, y cayó por fortuna sobre un montón de piedra blanda. La piel
que cubría su cráneo cayó en tres pedazos sobre su cara. Y un presidiario que
se decía médico se ofreció al atónico brigada para socorrerle; le vació en la
cabeza botellas de alcohol, acomodó con desgarrador descuido la piel sobre en
cráneo, la sujetó con vendas de una blusa despedazada, llena de manchas de
cieno; llena de tierra mojada y cuajada allí, las amarró fuertemente, y en un
coche -¡milagros de bondad!- fue llevado al hospital del presidio.
Aquel día era el santo del general Caballero de Rodas.
¡Presagio extraño! Aquel día se inauguraba con sangre.
Nada se dijo de aquello. Nada se supo fuera de allí. Con rudas
penas fueron amenazados todos los que podían dejarlo saber. No se aparartaron
de su cama los médicos, ni el sacerdote, ni los ayudantes militares. ¿Por qué
aquel cuidado? ¿Por qué aquel temor? ¿Sería quizá aquello el grito primero de
una enfangada conciencia? No. Aquello era el miedo al escarnio y a la
execración universales.
Los médicos lucharon con silencioso ardor; los médicos vencieron
al fin. Se empezó a llenar la forma con una acusación de suicidio; la sumaria
acabó a las primeras declaraciones. Todo quedó en tinieblas; todo obscuro.
Delgado trabajaba a mi salida con la cabeza siempre baja, y el
color de la muerte próxima en el rostro. Y cuando se quita el sombrero, tres
anchas fajas blancas atraviesan en todas direcciones su cabeza.
Agítense de entusiasmo en los bancos, aplaudan, canten los
representantes de la patria.
Importa a su honra, importa a su fama cantar y aplaudir.
XII
¡Y tantos han muerto!
¡Y tantos hijos van en las sombras de la noche a llorar en las
canteras sobre la piedra bajo la que presumen que descansa el espíritu de sus
padres!
¡Y tantas madres han perdido la razón!
¡Madre, madre! ¡Y cómo te siento vivir en mi alma! ¡Cómo me
inspira tu recuerdo! ¡Cómo quema mis mejillas la lágrima amarguísima de tu
memoria!
¡Madre! ¡Madre! ¡Tantas lloran como tú lloraste! ¡Tantas pierden
el brillo de sus ojos, cómo tú lo perdiste!
¡Madre! ¡Madre!
En tanto, aplauden los diputados de la nación.
Mirad, mirad.
Ante mí desfilan en desgarradora y silenciosa procesión espectros
que parecen vivos y vivos que parecen espectros.
Mirad, mirad.
Aquí va el cólera contento, satisfecho, alegre, riendo con
horrible risa. Ha trocado su guadaña por el látigo del presidio. Lleva sobre
los hombros un montón de cadenas. De vez en cuando, de aquel grupo informe que
hace un ruido infernal, destila una gota de sangre. ¡Siempre sangre! El cólera
cargaba esta vez su espalda en el presidio político de Cuba.
Mirad, mirad.
Aquí viene una cabeza vestida de nieve. Se dobla sobre un cuello
que gime porque no la puede sostener. Materia purulenta atraviesa su ropaje
miserable. Gruesa cadena ruge con sordo son a su pie.
Y, sin embargo, sonríe. ¡Siempre la sonrisa! Verdad que el
martirio es algo de Dios. Y ¡cuán desventurados son los pueblos cuando matan a
Dios!
Mirad, mirad.
Aquí viene la viruela asquerosa, inmunda, lágrima encarnada del
infierno, que ríe con risa espantosa. Tiene un ojo como Cuasimodo. Sobre su
horrenda giba lleva un cuerpo vivo. Lo arroja al suelo, salta a su alrededor,
lo pisa, lo lanza al aire, lo recoge en su espalda, lo vuelve a arrojar, y
danza en torno, y grita: ¡Lino! ¡Lino! Y el cuerpo se mueve, y le amarra un
grillo al cuerpo, y lo empuja lejos, muy lejos, hondo, muy hondo, allá a la
sima que llaman las canteras. ¡Lino! ¡Lino! se aleja repitiendo. Y el cuerpo se
alza, y el látigo vibra, y Lino trabaja. ¡Siempre el trabajo! Verdad que el
espíritu es Dios mismo. Y ¡cuán descarriados van los pueblos cuando apalean a
Dios!
Mirad, mirad.
Aquí viene riendo, riendo, una ancha boca negra. El siglo se apoya
en él. La memoria plegó las alas en su cerebro y voló más allá. La crespa lana
está ya blanca. Ríe, ríe.
-Mi amo, ¿por qué vivo?
-Mi amo, mi amo, ¿qué feo suena! -y sacude el grillo.
Y ríe, ríe.
Y Dios llora.
Y ¿cuánto han de llorar los pueblos cuando hacen llorar a Dios!
Mirad, mirad.
Aquí viene la cantera. Es una mole inmensa. Muchos brazos con
galones la empujan. Y rueda, rueda, y a cada vuelta los ojos desesperados de
una madre brillan en un disco negro y desaparecen. Y los hombres de los brazos
siguen riendo y empujando, y la masa rodando, y a cada vuelta un cuerpo se
tritura, y un grillo choca, y una lágrima salta de la piedra y va a posarse en
el cuello de los hombres que ríen, que empujan. Y los ojos brillan, y los
huesos se rompen, y la lágrima pesa en el cuello, y la masa rueda. ¡Ay! Cuando
la masa acabe de rodar, tan rudo cuerpo pesará sobre vuestra cabeza, que no la
podréis alzar jamás. ¡Jamás!
En nombre de la compasión, en nombre de la honra, en nombre de
Dios, detened la masa, detenedla, no sea que vuelva hacia vosotros, y os
arrastre hórrido peso. Detenedla, que va sembrando muchas lágrimas por la
tierra, y las lágrimas de los mártires suben en vapores hasta el cielo, y se
condensan; y si no la detenéis, el cielo se desplomará sobre vosotros.
El cólera terrible, la cabeza nevada, la viruela espantosa, la
ancha boca negra, la masa de piedra. Y todo, como el cadáver se destaca en el
ataúd, como la tez blanca se destaca en la túnica negra, todo pasa envuelto en
una atmósfera densa, extensa, sofocante, rojiza. ¡Sangre, siempre sangre!
¡Oh! Mirad, mirad.
España no puede ser libre.
España tiene todavía mucha sangre en la frente.
Ahora aprobad la conducta del Gobierno en Cuba.
Ahora, los padres de la patria, decid en nombre de la patria que
sancionáis la violación más inicua de la moral, y el olvido más completo de
todo sentimiento de justicia.
Decidlo, sancionadlo, aprobadlo, si podéis.
©1998 Hilda Luisa Díaz-Perera
Tel.: 239-455-8407
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