De todas las Escrituras hebreas, el Libro de Job es la meditación más sugerente. Gira en torno al conflicto fundamental, el misterio último de la existencia humana, el carácter irreconciliable de lo necesario y lo contingente en el orden natural. ¿Por qué existe el mal? Exista Dios o no, en el mundo de la realidad sigue produciéndose una inexplicable pérdida de valores. La ley de la conservación de la energía puede probarse mediante experimentos, pero no existe un principio demostrable de la conservación del bien. De este misterio dependen todos los demás dilemas de la vida moral. ¿Qué significan Auschwitz, o las penas y traiciones de la vida más cotidiana? ¿Estaba en lo cierto el personaje de Dostoievski? “Si el sufrimiento de los inocentes es necesario para alcanzar la eterna armonía, demasiado cara han tasado esa armonía; no tenemos dinero bastante en el bolsillo para pagar la entrada. Así que me apresuro a devolver mi billete”.
Este es el tema del poema dramático de Job. No tiene nada de específicamente judío, y según una antigua tradición talmúdica fue escrito en otro idioma. Job y sus amigos no son judíos, sino lo que podríamos denominar beduinos. Sus saberes, a veces discrepantes, proceden de los misterios del desierto, la crueldad de la naturaleza y lo impasible de las constelaciones. Al igual que la mayor parte de la literatura sapiencial de la Biblia, el Libro de Job es fruto de una élite literaria cosmopolita, reflejo de la sensibilidad enormemente desarrollada y la vida intelectual de imperios que abarcaban desde Crimea hasta el Indo y las cataratas del Nilo. Sin embargo, y al igual que la Ilíada, es la cuidadosa reconstrucción de un mundo que había desaparecido hace más de quinientos años.
Job es un pastor patriarcal, como Abraham, y el libro no contiene ninguna idea que no se le hubiera ocurrido al hombre primitivo como filósofo. La forma –un diálogo violento, sometido a la máxima tensión– se encuentra en todas las literaturas del Próximo Oriente de la Antigüedad, y también el contenido: el sufrimiento de los justos e inocentes. Tanto el prólogo del poema (que se desarrolla en la corte celestial) como el epílogo, la recompensa del hombre justo, son de evidente índole folklórica. No obstante, se evita toda referencia al culto, al rito, a la ley y a prácticas religiosas concretas. Es como si el autor se hubiese propuesto deliberadamente crear un drama moral que tuviera la mayor aceptación ecuménica posible. No cabe duda de que lo logró, ya que su poema es tan significativo en la actualidad como lo fue en el pasado.
La tradición medieval que considera el Libro de Job como una parábola de la profecía cristiana y de la doctrina y el rito católico comenzó con Gregorio Magno. Antes que él, Orígenes, más sofisticado filosóficamente, había dicho que dado que el ser de Dios es incomprensible por definición, también Su justicia es necesariamente ininteligible. Esta extraordinaria incongruencia llegaría a través de Duns Scoto hasta Lutero y hasta Kierkegaard y ha sido secularizado en nuestros días por el existencialismo. En su forma atea final se ha convertido en la obsesión filosófica de mediados del siglo XX. Ya no nos preguntamos si la existencia tiene significado, sino si existe el significado.
Los males que afligen a Job son puramente físicos y negativos: carencias, dolores y destrucciones. En vida, Job nunca conoció el mal moral activo y positivo, el que las personas se hacen conscientemente y con plena intención unas a otras. Job y sus amigos no discuten si los desastres naturales son inmerecidos. Son conscientes de que estos no se producen en un contexto en el que el merecimiento tenga significado, a menos que esos desastres sean la plasmación de la voluntad de un individuo. Todo el debate parte del supuesto de que, puesto que tiene conocimiento personal de las consecuencias, el Creador es tan omnisciente como omnipotente. Si el principio creador del Universo es una persona, ¿por qué la destrucción y la pérdida del bien en el tiempo no son igual de malévolos que cualquier maldad interpersonal? En el diálogo, a Dios se le llama “Shaddai”, el Todopoderoso. De haberlo sabido, el poeta habría preguntado: “¿El epigrama de lord Acton se extiende hasta la omnipotencia, o es este el punto en el que se convierte en su opuesto?”. ¿El Libro de Job se mueve, tal y como dijo Whitehead, desde Dios el Vacío, a Dios el Enemigo, para llegar hasta Dios el Amigo?
Los amigos de Job se asemejan al clero liberal de hace muy poco. Creen que es posible demostrar que la creación conserva el bien, que la justicia acaba por triunfar y que el hombre virtuoso será recompensado. Niegan la existencia del mal como tal. De una forma o de otra, sostienen que los males del mundo son, en verdad, bienes; son edificantes, pedagógicos, disciplinarios, merecidos, incomprendidos e ilusorios, pero nunca gratuitos y mucho menos malévolos. El poeta destaca con cierta ironía cada discurso de los “consoladores” como contrapunto.
Job responde sencillamente: “Puro soy, sin pecado, limpio estoy; no hay culpa en mí; mas Él inventa pretextos contra mí y me toma por enemigo suyo”. Finalmente, hace un juramento y apuesta su integridad como persona sobre su inocencia. Entonces, el Todopoderoso responde como una Voz salida de la tempestad. Responde al juramento, al compromiso, pero no a los argumentos. Empieza con una reprimenda: “¿Quién es este que empaña la Providencia sin saber?”. Y termina con otra: “Se ha encendido mi ira contra ti y contra tus dos compañeros, porque no hablasteis de mí rectamente, como mi siervo Job”. La Voz que surge del interior de la tempestad afirma que tanto la defensa que hace Job de sí mismo como la que sus amigos hacen del Todopoderoso son necedades, pero no ofrece explicación alguna, solo la simple oposición entre la omnipotencia y la contingencia. El discurso del Todopoderoso, uno de los poemas más grandes de la literatura universal, es una demostración de fuerza: carece de contenido moral, aunque esté insoportablemente cargado de tremendum, de temor reverencial ante lo totalmente Otro.
No podría existir mayor homenaje al genio del autor anónimo que el hecho de que los lectores de épocas futuras rara vez interpretaron este gran discurso en el sentido de que el principio creador del Universo fuese simplemente “amoral”, lo que sería un subterfugio demasiado cómodo; antes bien, los lectores lo consideraron manifiestamente inmoral de acuerdo con cualquier criterio humano. ¿Qué diferencia hay entre el juego de Yahvé y de Satanás con su peón, el alma de Job, y los juegos con inocentes con los que se entretienen los aristócratas corrompidos de Las amistades peligrosas, o los experimentos del Stavrogin de Dostoievski? Esta es la pregunta final, y con ella tropiezan los amigos de Job, perdidos en un abismo.
La Voz que habla desde el seno de la tormenta es una persona que se dirige a otra, y también lo es la Voz del Sinaí, si la contemplamos desde el punto alcanzado por la sabiduría de Job. La Tora pasa de ser un documento legal a convertirse en discurso: “Yo soy el Señor tu Dios...”. Es de destacar que en la Biblia el diálogo sea breve, perentorio y raro (Abraham, Amos, Moisés, Isaías, Jeremías), menos de un centenar de versículos de órdenes y sumisiones en total, y hasta el diálogo entre los hombres es casi igual de exiguo hasta que llegamos a Job. De repente, el diálogo se importa de la literatura erudita del Antiguo Oriente, y se sitúa en el centro de la religión judía.
La aceptación del carácter ininteligible de la justicia divina no es un acto racional; es un acto de fe, de comunión. Las últimas palabras de Job constituyen una plegaria de humildad, la expresión, en un estado permanente de éxtasis sereno, del desmoronamiento de la lógica y de los criterios humanos. El Libro de Job solo tiene sentido como vehículo para la contemplación más íntima y recogida, que culmina en la aceptación de una responsabilidad total: aquello que los bizantinos y los rusos gustaban de llamar la divinización del hombre.
El Sustentador del Universo invita a Job a comulgar con él en una eternidad terrible. Job ya no tiene necesidad alguna de justificarse. La palabra se vuelve insignificante, una sombra que se esfuma en la terrible iluminación de un sentido trágico del ser, más allá del orden natural y temporal. Los místicos judíos, los cabalistas y los partidarios del jasidismo se aferraron a una expresión tan lacónica como el idioma chino. Job 6: 14: “Bien merece la lealtad de su amigo el hombre deshecho que ha perdido el temor a Dios”. Los comentaristas de orientación racionalista siguen debatiendo acerca del significado de este versículo. Los místicos afirmaron que era la clave secreta del insondable misterio de la existencia humana.
* El Libro de Job pertenece a la extraordinaria colección “Cita con los clásicos”, publicada por la Editorial Pepitas de Calabaza (España, 2014).