César Rengifo y lo que aún falta por ver
El Nacional 28-Jul de 2012José Antonio Parra
El supuesto bienestar que el "mágico" petróleo ha significado para nuestro país, desde el año 1914 y hasta el presente, no ha sido más que una ruina continuada
La perspectiva social de César Rengifo nunca deja de ser reveladora.
El supuesto bienestar que el "mágico" petróleo ha significado para nuestro país, desde el año 1914 y hasta el presente, no ha sido más que una ruina continuada. Los discursos del statu quo han ahondado en la evasión de valores humanos, con la consecuente sumisión en la miseria y el espejismo de progreso. La obra de este dramaturgo y artista plástico es una potente denuncia de lo que hemos sido y somos como sociedad; una colectividad esquizoide, del fragmento y de la amnesia.
En efecto, la compilación Tetralogía del petróleo, prologada por Orlando Rodríguez, es una mirada de gran valor a través de cuatro piezas dramáticas que resultarán muy atractivas al interesado en profundizar en la propuesta de este artista inconforme y opuesto al establishment. La llegada del oro negro a una nación cuyo pensamiento estaba aún anclado en las montoneras del siglo XIX --y que lo sigue estando hoy en día-- significó la adopción de los esquemas de naciones foráneas, cuyos estados igualmente están subordinados a la autoridad corporativa, que en última instancia está localizada en una elite difusa y sin ningún basamento en el poder originario y legítimo de la mayoría de las gentes.
Esta edición es una panorámica de lo que significó la cultura del petróleo y todo lo que ella implicaba. Así, a partir de Las mariposas de la oscuridad (1951-1956) se aborda esta constelación, muy en concordancia con la onda realista que imperaba para la época. La acción está ambientada entre 1927 y 1935. Aparecen recreadas las haciendas improductivas del decimonónico, que confrontaban su venta al capital extranjero para de ese modo sumar sus tierras a la obtención de crudo. La tragedia de un campesinado desarraigado y una sociedad sumida en el alcohol, la superchería y esquemas cuasi medievales de dominio inauguran un siglo XX que sólo pudo concluir en la tragedia del aluvión y de la horda. Se suceden en este discurso, planos de gran valor imaginario, que capturan y que migran de uno a otro personaje. Las figuras están, en cierto modo, opacadas por la alienación e impregnadas de una tonalidad análoga a lo que representó en la narrativa de Gallegos, por ejemplo.
El vendaval amarillo (1952) proyecta una textura cálida y que continúa el discurso temático de la primera pieza, pero localizada entre 1938 y 1939.
De nuevo aquí se analiza la cuestión de las masas de campesinos atrapadas en la necesidad demudarse a los campos petroleros. El acento en lo desolado y la realidad de una nación con las mayores reservas de hidrocarburos del mundo pareciera devenir en el espectáculo más apocalíptico de todo el planeta.
Hay que notar que estilísticamente Rengifo apela, en algunos casos, al recurso de las arquitecturas compositivas trípticas, que dan un gran sentido apolíneo a la totalidad orgánica de la representación. La puesta en escena de los pueblos artificiales es tan mordaz como pudo haber sido durante los años ochenta el planteamiento de Laurie Anderson con su Big Science. La denuncia y la elocuencia de los tópicos, al igual que el valor cromático, parecen ser una constante en el desarrollo de su experiencia, al menos hasta ese momento histórico. De hecho, el artista formó parte de los creadores inscritos en el muralismo. Su composición El mito de Amalivaca (1955), ubicada en el Centro Simón Bolívar de Caracas, da pistas referenciales al respecto.
El énfasis cambia por completo en El raudal de los muertos cansados (1969), donde el ritmo se vuelve cinematográfico de modo que el guión bien podría ser expresado mediante ese género. La intriga se origina a partir de un accidente en un campo petrolero en el que se despliega todo un manejo del poder corporativo que por decir lo menos es bizarro. Sin duda, en esta obra estamos frente a empleados sacados del hampa común y que trasladan sus prácticas a un mundo gerencial cuya ética es absolutamente reñida con la moral pública. La alternancia de planos es vertiginosa y la construcción de los personajes es de suma exuberancia y cierto exotismo.
Este trabajo fue hecho en pleno auge de la contracultura y en un momento histórico en el que la hibridez marcó la línea estética.
La compilación concluye en una gran apoteosis con el texto dramático Las torres y el viento(1969). Las atmósferas son muy delirantes y el autor presenta el universo del país desde aspectos como la problemática indígena y la subversión armada, amén del leit motiv ya mencionado. Resultan sumamente llamativos los tonos de la iluminación oscilando entre grises, violetas y anaranjados, muy en el ánimo del surrealismo y la psicodelia. Lo abrupto y lo súbito, así como una dimensión que bien podría ser un exquisito punto medio entre El topo de Jodorowsky y Pedro Páramo, recrean extrañas fantasmagorías.
He iniciado esta reseña con el asunto de que el gran legado de la cultura de los combustibles fósiles ha sido lo fragmentario sin fondo y una miseria hecha síntoma en las grandes urbes.
Nuestra identidad está muy lejos de ser definida, atrapados como estamos en un planeta cuyo signo es la imagen vacía y la vivencia irreal y patológica del progreso. Esta tetralogía, en el espíritu del mándala, bien podría ser una pista en esa búsqueda incesante de identidad.
El supuesto bienestar que el "mágico" petróleo ha significado para nuestro país, desde el año 1914 y hasta el presente, no ha sido más que una ruina continuada. Los discursos del statu quo han ahondado en la evasión de valores humanos, con la consecuente sumisión en la miseria y el espejismo de progreso. La obra de este dramaturgo y artista plástico es una potente denuncia de lo que hemos sido y somos como sociedad; una colectividad esquizoide, del fragmento y de la amnesia.
En efecto, la compilación Tetralogía del petróleo, prologada por Orlando Rodríguez, es una mirada de gran valor a través de cuatro piezas dramáticas que resultarán muy atractivas al interesado en profundizar en la propuesta de este artista inconforme y opuesto al establishment. La llegada del oro negro a una nación cuyo pensamiento estaba aún anclado en las montoneras del siglo XIX --y que lo sigue estando hoy en día-- significó la adopción de los esquemas de naciones foráneas, cuyos estados igualmente están subordinados a la autoridad corporativa, que en última instancia está localizada en una elite difusa y sin ningún basamento en el poder originario y legítimo de la mayoría de las gentes.
Esta edición es una panorámica de lo que significó la cultura del petróleo y todo lo que ella implicaba. Así, a partir de Las mariposas de la oscuridad (1951-1956) se aborda esta constelación, muy en concordancia con la onda realista que imperaba para la época. La acción está ambientada entre 1927 y 1935. Aparecen recreadas las haciendas improductivas del decimonónico, que confrontaban su venta al capital extranjero para de ese modo sumar sus tierras a la obtención de crudo. La tragedia de un campesinado desarraigado y una sociedad sumida en el alcohol, la superchería y esquemas cuasi medievales de dominio inauguran un siglo XX que sólo pudo concluir en la tragedia del aluvión y de la horda. Se suceden en este discurso, planos de gran valor imaginario, que capturan y que migran de uno a otro personaje. Las figuras están, en cierto modo, opacadas por la alienación e impregnadas de una tonalidad análoga a lo que representó en la narrativa de Gallegos, por ejemplo.
El vendaval amarillo (1952) proyecta una textura cálida y que continúa el discurso temático de la primera pieza, pero localizada entre 1938 y 1939.
De nuevo aquí se analiza la cuestión de las masas de campesinos atrapadas en la necesidad demudarse a los campos petroleros. El acento en lo desolado y la realidad de una nación con las mayores reservas de hidrocarburos del mundo pareciera devenir en el espectáculo más apocalíptico de todo el planeta.
Hay que notar que estilísticamente Rengifo apela, en algunos casos, al recurso de las arquitecturas compositivas trípticas, que dan un gran sentido apolíneo a la totalidad orgánica de la representación. La puesta en escena de los pueblos artificiales es tan mordaz como pudo haber sido durante los años ochenta el planteamiento de Laurie Anderson con su Big Science. La denuncia y la elocuencia de los tópicos, al igual que el valor cromático, parecen ser una constante en el desarrollo de su experiencia, al menos hasta ese momento histórico. De hecho, el artista formó parte de los creadores inscritos en el muralismo. Su composición El mito de Amalivaca (1955), ubicada en el Centro Simón Bolívar de Caracas, da pistas referenciales al respecto.
El énfasis cambia por completo en El raudal de los muertos cansados (1969), donde el ritmo se vuelve cinematográfico de modo que el guión bien podría ser expresado mediante ese género. La intriga se origina a partir de un accidente en un campo petrolero en el que se despliega todo un manejo del poder corporativo que por decir lo menos es bizarro. Sin duda, en esta obra estamos frente a empleados sacados del hampa común y que trasladan sus prácticas a un mundo gerencial cuya ética es absolutamente reñida con la moral pública. La alternancia de planos es vertiginosa y la construcción de los personajes es de suma exuberancia y cierto exotismo.
Este trabajo fue hecho en pleno auge de la contracultura y en un momento histórico en el que la hibridez marcó la línea estética.
La compilación concluye en una gran apoteosis con el texto dramático Las torres y el viento(1969). Las atmósferas son muy delirantes y el autor presenta el universo del país desde aspectos como la problemática indígena y la subversión armada, amén del leit motiv ya mencionado. Resultan sumamente llamativos los tonos de la iluminación oscilando entre grises, violetas y anaranjados, muy en el ánimo del surrealismo y la psicodelia. Lo abrupto y lo súbito, así como una dimensión que bien podría ser un exquisito punto medio entre El topo de Jodorowsky y Pedro Páramo, recrean extrañas fantasmagorías.
He iniciado esta reseña con el asunto de que el gran legado de la cultura de los combustibles fósiles ha sido lo fragmentario sin fondo y una miseria hecha síntoma en las grandes urbes.
Nuestra identidad está muy lejos de ser definida, atrapados como estamos en un planeta cuyo signo es la imagen vacía y la vivencia irreal y patológica del progreso. Esta tetralogía, en el espíritu del mándala, bien podría ser una pista en esa búsqueda incesante de identidad.
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