Didascalia: El Imaginario teatral venezolano (III)
“Afirma Leonardo Azparren Giménez que el romanticismo, por su extensión en el tiempo, ‘representó de manera más acabada el sistema de valores y creencias de una sociedad en proceso de aburguesamiento y deseosa de alcanzar una modernidad laica y moderada’”
El romanticismo venezolano
Si tuviéramos que hacer un balance rápido y descuidado de la Guerra de Independencia en Venezuela, lo primero que podría venirnos a la mente es la gran cantidad de fallecidos y de pérdidas materiales causadas por más de una década de constantes enfrentamientos bélicos. Venezuela –o mejor dicho sus dirigentes– tiene en sus manos la responsabilidad de construir una república y generar un sentido de pertenencia en la población. ¿Se llevan estas premisas a las tablas en este momento? Obviamente no. "El exceso de franqueza es tan indecente como la desnudez", decía Francis Bacon. Es entonces cuando la dramaturgia venezolana, ávida por experimentar con nuevos discursos y fórmulas, encuentra en el romanticismo una puerta para su expansión.
Hasta este momento la gran paradoja que marca al teatro venezolano desde su gestación es el hecho de colocar los ideales independentistas de la época –Liberté, égalité, fraternité– en boca de personajes foráneos, tomando como referencia escenarios tales como los imperios romano e inca. Sabemos que somos venezolanos, lo que no entendemos es cómo hacerlo o lo que nos caracteriza como tales.
Afirma Leonardo Azparren Giménez que el romanticismo, por su extensión en el tiempo, "representó de manera más acabada el sistema de valores y creencias de una sociedad en proceso de aburguesamiento y deseosa de alcanzar una modernidad laica y moderada". Hay que recordar el proceso de "oxigenación" intelectual vivido en Venezuela gracias a que los viajeros traían de vuelta al país relatos del viejo continente y los autores en boga, entre ellos Chateaubriand y Goethe, con sus legendarios Fausto y Werther.
De los autores de este período, que abarca la segunda mitad del siglo XIX, destaca Heraclio Martín de la Guardia con una serie de dramas y zarzuelas que se ubican en ambientes exóticos para el público venezolano, como la Edad Media o el Renacimiento; incluso en la Francia barroca como es el caso de Luisa Lavalliére, tragedia de corte romántico que centra su argumento en un triángulo amoroso que se desarrolla en la corte del rey Luis XIV. Según Rubén Monasterios, esta clase de argumentos y en general toda la obra de este dramaturgo, gozaron de gran popularidad y aceptación tanto del público como de la crítica.
Con respecto a esta última, es en este período cuando comienza a aparecer la figura del crítico teatral, aunque para Monasterios el análisis de estos primeros “conocedores” no recaería tanto en la teoría y fondo del acto teatral sino en observaciones más frívolas, como la forma en que tal o cual personaje usaban sus prendas y vestuario.
Con el romanticismo bullendo en la mente de los dramaturgos venezolanos, poco espacio hay para pensar en un lugar común: costumbres y características propias de esa tierra que comienza a sentirse como un país. Hay pruebas de varios dramaturgos, como el caso de Casti Ramón López, Vicente Nicolao y Sierra, Elías Calixto Pompa, Octavio Hernández, Manuel Antonio Marín y tantos otros que comenzaron a esbozar piezas referentes a su sociedad y circunscritas al territorio nacional, en contraposición con el vasto imaginario romántico propuesto por Heraclio Martín de la Guardia.
El costumbrismo, sin embargo, tomaría mayor fuerza en la primera mitad del siglo XX y daría comienzo a una de las vertientes más importantes de la dramaturgia venezolana: el sainete.
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