Didascalia:El imaginario teatral venezolano (V)
“En el siglo XX el teatro venezolano decanta la experiencia y conocimientos adquiridos después de casi un siglo de independencia y comienza a moldear la dialéctica que lo caracterizará cincuenta años más tarde, haciéndolo objeto de estudio a nivel internacional”
Quién es el venezolano, según los dramaturgos
Eugenia Blanc y María Eugenia Alonso no solo son tocayas a medias: ambas comparten el hecho de ser jovencitas de 18 años que sienten un profundo disgusto por la cultura de su país natal y desean desesperadamente un cambio de suerte al partir al extranjero. El hecho de que las protagonistas deBlue Labelde Eduardo Sánchez Rugeles e Ifigeniade Teresa de la Parra tengan estos rasgos fundamentales en común a pesar de estar separadas por poco menos de un siglo de literatura sólo puede significar una cosa: nuestros actuales impulsos de evasión y nuestra necesidad de emigrar no son cosa exclusiva del nuevo milenio. Nos caracterizan y acompañan desde el siglo pasado, cuando nuestros literatos y dramaturgos decidieron escribirlo con tinta para grabarlo en nuestro imaginario.
En el siglo XX el teatro venezolano decanta la experiencia y conocimientos adquiridos después de casi un siglo de independencia y comienza a moldear la dialéctica que lo caracterizará cincuenta años más tarde, haciéndolo objeto de estudio a nivel internacional.
Por increíble que parezca, la dictadura de Juan Vicente Gómez marcó un hito en el desarrollo del discurso escénico venezolano. Primero, la llegada del cinematógrafo aunada a la autocensura –característica fundamental de cualquier dictadura– sentaron los inicios del cine documental en Venezuela ya que los primeros cineastas, para evitar el riesgo de recrear una historia que ofendiera al régimen, se limitaban a documentar costumbres y tradiciones.
Algo parecido ocurre con la dramaturgia venezolana. A partir de 1900 las piezas comienzan a ser más realistas en tanto y en cuanto toman como referencia la sociedad venezolana y relacionan esta esfera pública directamente con la esfera privada del personaje, a diferencia de lo que ocurría el siglo pasado. Se perfilan entonces dos posibles maneras de representar este hecho: de forma dramática o cómica.
"El personaje teatral es un desarraigado por excelencia, de lo contrario no le ocurrirían cosas dignas de ser contadas", opina el crítico Leonardo Azparren Giménez. Lo cierto es que el desarraigo del personaje con respecto al entorno que lo rodea se convierte en el motor de arranque de piezas como Las sombras de Salustio González Rincones y El Motor de Rómulo Gallegos, cuyos protagonistas lidian con la desigualdad y la frustración de no poder pertenecer completamente al esquema social bajo el cual nacieron. La dramaturgia de los primeros diez años del siglo XX confronta al público con su país de forma directa, por eso no es de extrañarse que los productores teatrales, temerosos de ofender al Gobierno, hayan declinado el llevar a escena estas que, para el bien de muchos y para el mal de pocos, se constituían en una transgresión a la literatura evasiva y conciliadora de la época.
La comicidad –que es otra de nuestras características más representativas– es un discurso que comienza a desarrollarse al mismo tiempo de la mano de exponentes como Leoncio Martínez, padre del Salto Atrás comentado y explicado en el capítulo anterior de esta serie. Pero el sainete, con la carga de costumbrismo que lleva, cobraría mayor fuerza con el final de la dictadura y la llegada de algo que nos hemos acostumbrado a ganar y perder a lo largo de nuestra historia: la democracia.
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