Ángel Rosenblat: El hombre que amó a Venezuela por sus palabras
Francisco Javier Pérez, filólogo especialista en Rosenblat, nos habla de un hombre que “tuvo la suerte de concebir el más monumental proyecto lexicográfico que se hubiera planteado en Venezuela: la elaboración de un diccionario histórico de la lengua del país”. Ángel Rosenblat, este venezolano nacido en Polonia, nos habló de las cosas del país por medio de sus palabras, y nos mostró que el diccionario, ese universo hecho de palabras, era el libro que nos ofrecería la posibilidad de vernos como en un espejo
Comienzo confesando la inmensa responsabilidad que supone intentar comprender la significación del lingüista venezolano más prodigioso de este siglo. Figura polémica, la suerte lo hizo concebir el más monumental proyecto lexicográfico que se haya planteado en Venezuela, la elaboración de un diccionario histórico de la lengua del país. Obra de descripción global del léxico nacional desde sus primeras documentaciones hasta los usos más recientes, esa misma suerte, antes esperanzadora y ahora irremisiblemente funesta, lo imposibilitó para ver cumplido este sueño.
Ciertamente, Ángel Rosenblat había conjugado su pasión por el estudio de la lengua de Venezuela junto a una sólida formación lexicológica, aquella habilidad exquisita para comprender las nimias diferencias o las notorias analogías que determinan el carácter léxico de la lengua, y a una disciplina de formación germánica que fluía por su sangre y que, sin embargo, había aprendido en el Berlín de los años treinta, para construir el vasto edificio de nuestros universos lingüísticos.
Nunca antes la ciencia venezolana del lenguaje fue tan ambiciosa. Ficha por ficha, conservadas aún en el Instituto que fundara en la Universidad Central de Venezuela, veneración nostálgica y patológica de discípulos que nunca alcanzaron al maestro, Rosenblat irá armando la descripción meticulosa de la historia de las palabras venezolanas y, con ellas, intentando comprender la historia de los hombres de Venezuela, finalidad última del trabajo lingüístico en manos de un auténtico filólogo.
Los maestros
Seguidor de la tradición de la academia alemana en materia de lenguaje, creerá en el método “Palabras y cosas” (Wirter und Sachen) y lo aplicará en sus apreciaciones lexicales para proponer el conocimiento del mundo a través de las palabras que lo nombran y lo fundan gracias al poder del signo, arbitrario pero no incoherente. Beberá de palabra y letra de Leo Spitzer y, sobre todo, de Amado Alonso, los maestros de la estilística, una concepción del trabajo lingüístico sistemática pero pasional, disciplinada pero de desarrollos fulgurantes, sobria pero con el vuelo interpretativo de la imaginación. Lingüística y poética son aquí una realidad de la aproximación a la lengua. Lengua y cultura, una necesidad de esta suerte de antropología del lenguaje en donde el hombre y su lengua son único motor de la investigación.
Aprenderá de Amado Alonso –en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires– y de Ramón Menéndez Pidal –en el Centro de Estudios Históricos en Madrid–, los métodos estilísticos e históricos, el rigor de la ciencia y la fascinación por los clásicos. Bajo esta advocación irá construyendo, con esa religiosidad tan religiosa de la ciencia verdadera, una obra inmensa en amplitud real y en posibilidades de comprensión espiritual.
Como el primero de estos maestros, su maestro Amado Alonso, Rosenblat levantará el estandarte humboldtiano como la explicación de las explicaciones del sentido de la lengua, que se obstinará en entender como mágico (“El sentido mágico de la palabra”, 1949) y en donde lo imprecisable, inasible y volátil también explican los movimientos fetichistas de los hablantes (“El fetichismo de la letra”, 1948).
Para Guillermo de Humboldt cada hablante ofrece respuestas a las realidades que cree comprender solo a través de la forma interior del lenguaje que le permite entender mediatizadamente esas realidades. Como un velo, dirán más adelante los neohumboldtianos norteamericanos Sapir y Whorf, la lengua se interpone entre el mundo y los hombres para que estos lo entiendan solo lingüísticamente, única posibilidad epistemológica.
Estas líneas rectoras del pensamiento lingüístico de Ángel Rosenblat vendrán a completarse con la presencia insorteable de Andrés Bello, a quien dedicará alguno de sus trabajos más acabados, aquellos dedicados a comprender la significación de sus propuestas gramaticales (El pensamiento gramatical de Bello y Andrés Bello a los cien años de su muerte) y, en uno de sus mejores estudios, las ideas del lingüista de Caracas sobre el problema ortográfico (Las ideas ortográficas de Andrés Bello).
Estas líneas rectoras del pensamiento lingüístico de Ángel Rosenblat vendrán a completarse con la presencia insorteable de Andrés Bello, a quien dedicará alguno de sus trabajos más acabados, aquellos dedicados a comprender la significación de sus propuestas gramaticales (El pensamiento gramatical de Bello y Andrés Bello a los cien años de su muerte) y, en uno de sus mejores estudios, las ideas del lingüista de Caracas sobre el problema ortográfico (Las ideas ortográficas de Andrés Bello).
Filólogo, lingüista, lexicólogo, pensador e historiador son, aquí, las nociones que dan cuerpo a una obra múltiple pero de clara direccionalidad. Proyecto descriptivo en el marco de un aparato de investigación de primera versión en el panorama de nuestras actividades científicas en materia de lenguaje. Fundador de líneas de investigación y orientador de investigaciones, Rosenblat intervendrá como protagonista en los procesos de profesionalización de la actividad lingüística nacional.
Una vez pensadas las dimensiones, los logros y las influencias alcanzadas o recibidas por este estudioso nada repetible, propongámonos calibrar y recorrer los resultados de sus sueños y ambiciones.
Dominio y sabiduría
Rosenblat estaba notablemente dotado para el estudio del lenguaje y, especialmente, para el del léxico. Poseía un refinado tino de lexicólogo que le permitía rastrear las diferencias y los matices semánticos más encubiertos. También poseía una cualidad aún más destacable: sabía presentar el resultado de sus investigaciones y reflexiones lexicológicas de tal forma que lograra fascinar y entusiasmar. El lector quedaba preso dentro de una narración coloquial, a veces, o de una argumentación erudita, otras, que en ambos casos no podía ser renuente a producir un particular encanto, nada frecuente en este tipo de trabajos.
Ángel Rosenblat fue, además, un estudioso convencido en que la disciplina y la voluntad de trabajo eran las claves para alcanzar una maestría y un dominio virtuoso en una materia tan compleja, densa y escurridiza como era el estudio del lenguaje y, sobre todo, de la lengua de América, tan difusa como amplia en problemáticas y resquicios críticos.
Fundación y estirpe
Con estas dotes tan especiales y con, además, unos criterios claros de administrador científico, aprendidos en contacto con Amado Alonso y con el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, funda, al momento de su llegada, y teniendo en el recuerdo aquél de Argentina, el Instituto de Filología “Andrés Bello” (IFAB) en la Universidad Central de Venezuela. Plataforma de la moderna investigación lingüística venezolana, esta corporación alcanzó momentos de gloria nunca antes soñados en nuestro contexto, cuando todo parecía encaminarse a la consolidación de líneas de trabajo diferenciadas pero armónicas en función del conocimiento del español de Venezuela: 1) elaboración de un diccionario histórico; 2) estudio del habla culta; 3) estudio del lenguaje coloquial; 4) estudios lingüísticos desde la literatura; 5) estudios del lenguaje desde la historia; entre otros.
Y así, Rosenblat, en este Instituto fundado y hecho a su manera, crea, también por primera vez, una escuela de estudiosos del lenguaje. María Teresa Rojas, Marco Antonio Martínez (Los nombres de las monedas en Venezuela, 1993), Aura Gómez (Lenguaje coloquial venezolano, 1969), Martha Hildebrandt (La Lengua de Bolívar, 1961), María Josefina Tejera (José Rafael Pocaterra: Ficción y denuncia,1976), Paola Bentivoglio (El habla culta de Caracas), Luciana de Stefano (Terminología de la vestimenta en Venezuela, 1975) y Edgar Colmenares del Valle (Léxico del beisbol en Venezuela, 1977) representan las líneas de investigación más resaltantes que, bajo la mirada férrea y en ocasiones despótica del maestro, ofreció en el IFAB como saldo del momento más glorioso e irrepetible de su historia.
Carente de una publicación periódica que diera cuenta de todos los aportes de los numerosos investigadores e incipientes asistentes que hicieron sus pequeños aportes, el IFAB concretó una colección de publicaciones, que recuerda la de la Argentina Biblioteca de Estudios Hispánicos, obra del maestro y de su selecta estirpe.
Frustración y triunfo
Todo lo que lucía como indiscutible triunfo no siempre desembocó en este resultado. El IFAB, dislocado en numerosas líneas de trabajo y con un equipo inicial muy prometedor, no logró crear y conformar cuadros emergentes que garantizaran perpetuar las investigaciones centrales del Instituto. Así, el gran proyecto de Rosenblat, aquél de un diccionario histórico de nuestra lengua de Venezuela, por demás ambicioso, quedó truncado. Sueño descriptivo como el de otros lexicógrafos venezolanos (Baralt, Rojas y Obregón, principalmente), ese portentoso proyecto solo culminó su fase de recolección organizando un fichero documental de doscientas mil unidades catalográficas. Nada parecido se había hecho antes en nuestros ámbitos científicos. Sin embargo, la enfermedad y la desvinculación de Rosenblat contribuyeron a que la idea matriz quedará atrás sin concluirse. En otras manos, el sueño de Rosenblat quedó convertido en otra realidad, muy distinta a la que él mismo había soñado.
Efectivamente, el Diccionario de venezolanismos (DIVE) que María Josefina Tejera logró presentar en 1983, un año antes de la muerte del maestro, no tenía nada que ver con el proyectado por Rosenblat. Utilizaba sus materiales, pero no como hubiera querido el maestro. Aplicaba criterios diversos y contradictorios que hicieron de este trabajo, aunque notable por el valor documental heredado de la recolección de Rosenblat, una obra desordenada científicamente, escueta en cuanto a volumen léxico y de relativo arraigo entre los usuarios.
Paradigma y esperanza
Aunque resulte repetido y trillado, la figura de Rosenblat es hoy un auténtico paradigma del trabajo lingüístico. Nos enseñó la disciplina que requiere el oficio de preguntarnos el porqué de la lengua. Nos enseñó a amar la lengua de Venezuela. Nos propuso muchos caminos por donde encaminar el estudio del lenguaje. Nos habló de las cosas del país por medio de sus palabras. Nos mostró que el diccionario, ese universo epistemológico hecho de palabras, era el libro que nos ofrecería la posibilidad de vernos como en un espejo.
Rosenblat, en definitiva, nos quiso decir, a través de una obra en la que subyace una emoción de esperanza, que la lingüística, más allá de su aridez metodológica y su rigurosidad de formulación, es conocimiento del hombre y posibilidad de comprenderlo en lo que de más humano tiene: su lengua, comunicación, pensamiento, afectividad y visión del mundo.
El explorador de las palabras
Por Jesús Sanoja Hernández
En 1949, egresados del Fermín Toro, José Francisco Sucre y yo nos inscribimos en la UCV por partida doble: él en Derecho y Filosofía y Letras, yo en esta escuela y en la de Economía. Ya Rosenblat había fundado el Instituto de Filología e impartía esta materia en la vieja universidad de San Francisco. Recuerdo su primera clase. Versó sobre El burgués gentilhombre, comedia con bailables, de Moliere, y tomó como ejemplo la docta explicación que el profesor de filosofía le daba al señor Jourdain para que entendiera varios conceptos, entre ellos el de “presa”, punto en que “el burgués ennoblecido” lo interrumpió para decirle que él llevaba cuarenta años hablando en prosa “sin saberlo”.
Ese curso no lo concluí por razones de la política de aquella época, pero en septiembre de 1956, de regreso al país, reencontré a Rosenblat en la cátedra de Introducción a la Filología, parte él de un cuerpo profesoral de excelencia: Picón Salas (Introducción a la Literatura), Luis Beltrán Guerrero (Introducción a la Historia), Granell (Introducción a la Filosofía) y así sucesivamente.
Las suyas fueron clases magistrales. Su cubículo quedaba en el segundo piso del edificio de Humanidades, y hasta allá iba uno cuando él devolvía los exámenes escritos y aprovechaba para dar consejos casi siempre valiosos y, en mi caso, inolvidables. Por esos días lo ayudaban en el Instituto María Teresa Rojas y Marco Antonio Martínez. Las fichas para el futuro Diccionario de venezolanismos se acumulaban, tanto como crecía la admiración de sus discípulos, entre quienes figuraron Guillermo Sucre, Luciana De Stefano, Alicia Freilich, Rafael Cadenas, Amaya Llebot...
Aunque el fichero corrió peligro en uno de los allanamientos de los años sesenta, sobrevivió en manos de sus alumnos y colaboradores, especialmente María Josefina Tejera, quien en 1983 dio a conocer el primer tomo (de la A a la I), con estudio preliminar que suministra abundante información acerca de su elaboración. Tejera siguió así a la cabeza del proyecto.
De lento caminar, voz pausada y entonación pedagógica que acompañaba con las manos juntas, como en actitud de rezo, Rosenblat lo conducía a uno por esos caminos históricos y filológicos, también estilísticos, que él había recorrido guiado por Amado Alonso, Menéndez Pidal o Leo Spitzer. Guillermo Sucre recordó cierta vez una reseña suya sobre un libro de Spitzer en la Revista de Filología Española, 1934, en la cual se mostraba seducido por una frase del lingüista austríaco: “Es un placer ser filólogo (...) A la verdadera filología no le está mal cierta melancólica afición al juego, cierto don de jugar”. Sucre anotaba que para Rosenblat el lenguaje era derroche, idea que este desarrolló en “El futuro de nuestra lengua”, pues si el lenguaje no fuese derroche, sino economía, el volapuk, el esperanto o el basic english serían “lenguas más perfectas que el griego de Platón, el inglés de Shakespeare o el español de Cervantes”.
En El Nacional Rosenblat fue publicando, a partir de 1953, sus Buenas y malas palabras, luego recogidas en dos tomos por Ediciones Edime, Caracas-Madrid, con el añadido de “en el castellano de Venezuela”. Rosenblat escogió epígrafe del Arcipreste de Hita, quien en Libro de buen amor había escrito: “Non ha mala palabras, si non es a mal tenida; verás que bien es dicha, si bien fuese entendida”.
En el prólogo de Buenas y malas palabras, Picón Salas definió a Rosenblat con calificativos repetidos sin cesar por los admiradores de ambos: “Cenobita del Instituto de Filología” y “el Humboldt o el Explorador de las Palabras”. Que yo las transcriba hoy, cerrando esta nota, forma parte del rito.
*Publicado el 9 de agosto de 1998.
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