La veneración astuta de Juan el implacable
Polémico y contundente, Juan Nuño supo siempre develar las aristas más agudas de la realidad hispanoamericana –especialmente de la venezolana– a través de sus artículos publicados en la prensa. Con una prosa clarísima, llena de ironía y humor, no se apartó de la fuerte vocación de postular la verdad sin pretender convertir su pensamiento en dogma. “La veneración de las astucias”, recopilación de sus ensayos más controversiales, revela el sentido crítico en torno a la moral de este tiempo de quien, según Victoria Camps, “sabía encontrar la filosofía en todas partes”
Doscientos setenta y dos páginas sin incluir el índice: no hay una sola línea tranquila, un recodo de debilidad, una retirada injustificada o el cese momentáneo de hostilidades contra la imbecilidad humana. En La veneración de las astucias, libro paradigma de la pasión combativa de la inteligencia, Juan Nuño aparta toda esperanza de redención desde la primera página y crucifica sin amnistía alguna la moral de este tiempo, pasa a degüello a los espejismos políticos totalitarios y ajusta cuenta con la quincalla filosófica que algunos han pretendido vender entre oportunismos y oscuridades, en tanto huérfanos definitivos de su vergüenza de pensar.
Su horizonte no es el pesimismo ni tan siquiera la amargura dando pasos de sombras, o tal vez (¿por qué no?) un arrinconado cansancio en el absurdo de la vida: no es esa nada. Al contrario, es la ribera de enfrente desde la cual se dispara con paciencia, método y convicción. La gran columna que sostiene estas páginas es la pasión indoblegable de la crítica, no sólo cobijada en la audacia de presentirla y elaborarla en la paciencia de los días sino el valor de convertirla en una expresión permanente por encima de las circunstancias personales. Aunque hubiera rechazado rápidamente cualquier opinión favorable al respecto, en realidad esa pasión crítica expresaba un gusto profundo, intenso y secreto por la vida que sólo se apreciaba en su justa dimensión cuando la negaba, convirtiendo así la negación en contrario aliento y previsible sonrisa al cruzar la esquina. En verdad el reclamo era porque el hombre insistía en perderse en el bosque de sus estupideces y no asumía la audacia permanente de inquirir lo auténtico de las cosas ni el riesgo de contemplarlas abiertamente desnudas.
Los cuatro caminos
Tal vez cinco si se admite el prólogo como la llave que encaja perfectamente en esa cerradura desconocida. En este, como es natural, se aclaran a grandes trazos algunas reglas del juego y se fechan los ensayos y artículos entre 1982 y 1988, “buena parte” de ellos (según precisa) inéditos. Otros, anuncia, vieron luz en “diarios y revistas venezolanos”. Tres de los ensayos más largos se refugiaron en las páginas de la recién fallecida revista mexicana Vuelta, de Octavio Paz. Pero ¡ay!, no se dice más... como no sea que la mayoría de ellos nacieron en la “vecindad de inmediatas circunstancias”. Ojalá hubiera sido más explícito en fechas y nombres de las publicaciones, para menor fatiga y alivio de quienes gustan de comparar la escritura primeriza, urgida en su publicación, con el procesamiento posterior para ser embalado en un libro, algo no menos riesgoso que lo primero.
Dos páginas bastan para revelar ciertos amores persistentes unos, ocasionales otros (Wittgenstein, Bertrand Russell, Unamuno, Sartre, Orwell y Borges), como también sirven como hábitat para un par de banderillas de fuego en el lomo de los cargadores de la inerte filosofía académica (“antenas parabólicas, multiplicadores sin imaginación de viejos mensajes” les arrestra) y hogar de un íngrimo elogio (le debe haber costado bastante escribirlo) para Ortega y Gasset, de quien dice que quizá su “única lección meritoria sea el haber exaltado la función periodística del pensador contemporáneo”. Pero inmediatamente agrega, para reponerse de su reprochable debilidad, que “no fue el único ni el mejor”. Y saca de su manga a Unamuno y a Russell.
Candidatos a la traición
El primer camino (“Los codos de la historia”) resguarda 17 escritos que el espacio hace imposible reseñar aquí. Ello apiada la arbitrariedad de mi escogencia y no otro criterio. Sin duda que “La traición a España” es a la vez un lúcido ajuste de cuentas con el pasado personal y un deslinde claro frente a la hojarasca de mentiras oficiales franquistas y la exaltación heroica que recubrió a la parte derrotada. Una y otra al repelerse se complementan para mostrar una visión deformada de la auténtica realidad de la gran tragedia española de este siglo.
Nuño advierte de entrada sobre lo signos trágicos de 1936: la desaparición de Valle Inclán, el asesinato de García Lorca, la muerte de Unamuno. La rebelión militar del 18 de julio tuvo así su anticipo y complemento de oscuridades. “Dan ganas –dice– de enunciar una suerte de ley: todo militar es un candidato natural a la traición democrática”. Basta que se le dé vida colectiva a determinadas “amenazas” (comunismo, masonería, judaísmo, etc) para que queden justificadas la rebeldía y la traición como una “imperiosa necesidad ética” y salvar así a la sociedad, con el auxilio de la madre Iglesia y el Gran Capital. Un pedazo de España se buscaba en el espejo deformante de Italia y Alemania.
A Franco lo descoloca sin más: apenas ineptitud y crueldad. Niega siquiera que alcanzara a ser fascista o monárquico. “Era un militar de la peor especie...: metódico, calculador, rutinario, aburrido”. Precisa que como militar colonialista “solo sabía hacer una cosa: quemar tierra ocupada y matar al mayor número de ocupantes”. De allí que la guerra se prolongara tanto pues era necesario retardar la caída y “aumentar el número de víctimas”. Hace dos mil años, recuerda Nuño, Jenófanes interrogaba a los griegos “¿qué hacías tú cuando llegaron los persas?”. Y luego repite la pregunta en tiempo español: “¿qué hacías tú antes de que un mediocre general se le ocurriera levantarse en armas?”. En verdad, tras esa inmensa y trágica crueldad, apenas quedó un antes y un después.
Trabajadores disciplinados
Con este antecedente, Nuño se despacha a placer contra el nazismo en dos artículos fundamentales: “De un nazismo al otro” y “La banalidad del mal”. En el primero advierte de entrada que el nazismo no fue “un suceso patológico” producto de la acción de unos cuantos “locos desatados” que toman el poder, tiranizan a un pueblo pacífico y se convierten en una amenaza mundial. Ojalá hubiera sido así, ironiza. La realidad era otra. Los nazis eran alemanes comunes, padres de familia, religiosos, trabadores y, eso sí, disciplinados. Demasiado, tal vez. Lo malo era que estaban armados con una ideología, en la cual creían con fervor, y un poderoso “programa que cumplir” al pie de la letra y, por supuesto, organizadamente. Luego de la terrible jornada de la Kristalinacht ocurrida (ordenaba por Goebbels) el 10 de noviembre de 1938, donde fueron quemadas sinagogas, destruidos comercios y agredida físicamente la comunidad judía) Hitler hizo saber su descontento con esos procedimientos tan vulgares: todo “debía resolverse científicamente”, con soluciones limpias y definitivas. No tardó en ponerlas en práctica.
Esa sinrazón burocrática que instala en la sociedad la ideología totalitaria, convierte cualquier acto en válido e inevitable en tanto se ordena y se debe cumplir sin ejercer crítica alguna, permitiendo que surjan aberraciones tales como la de pensar que rechazar “la limpieza de sangre mediante la eliminación de judíos sea tan insensato como oponerse al curación del cáncer”. De allí la esencia del segundo artículo inspirado en el conocido libro de Hannah Arendt. De entrada Nuño advierte claramente: “El mal no es banal porque sus ejecutantes lo fueran”, contrariando a algunos exégetas de la Arendt que, según él, han deformado y malentendido sus tesis. La trivilialidad a la que hace referencia la autora (señala Nuño) es la de la burocracia: “en este siglo ha sido posible institucionalizar administrativamente el mal porque existen sociedades altamente burocratizadas”. De manera que “la trivialidad no está en la gente sino en el sistema... cualquier acción puede ejecutarse con tal de organizarla debidamente a través de los canales administrativos rutinarios”. De ahí a la construcción de campos de concentración y cámaras de gas no hay sino un paso.
De una a otra paradoja
La segunda parte (“Ideas y pensadores”) retiene un artículo particularmente brillante: “El barbero y las pompas de jabón”. Nuño recorre con sencillez y habilidad narrativa los intrincados caminos de la lógica y les da luz a través de Bertrand Russell, el reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll) y Miguel de Cervantes. Ya en uno anterior del capítulo primero titulado “Segunda traición de Zinoviev” (un disidente soviético) introduce, en una explicación accesible al no iniciado, el complicado tema de la lógica polivalente (infinita, como se sabe, en sus posibilidades) frente a la estrecha lógica tradicional basada en los reducidos criterios de verdadero o falso.
En este nuevo artículo acude a la famosa paradoja de Bertrand Russell sobre el barbero de pueblo al que se le propone que afeite sólo a aquellos que no pueden afeitarse a sí mismos. Menudo problema. Pero hay más: cita luego, para complicar las cosas, la segunda parte de Don Quijote donde “un río dividía dos términos de un mismo señorío” (y la muerte y el libre tránsito dependía de quien jurare verdad o dijere mentira) y remata con Alicia en el país de las maravillas", desmontando el disparatado diálogo entre Alicia y el Caballero Blanco, cuando este le propone cantarle una canción. A partir de estos tres textos, recomienda Nuño, un buen profesor de lógica “podría dar tres cursos completos y bien repletos”. Pero haría falta que emprendiera la tarea con la fina ironía y el buen gusto literario de quien así recomienda. Lo importante, según dice, es celebrar que la lógica ha abandonado su antigua carga de reglas y silogismo que “ayudaban” al pensar correcto, para adentrarse en el mundo del asombro infinito.
De Unamuno a Ortega
No esconde el autor de La veneración de las astucias su inclinación por Unamuno como tampoco renuncia a darle su merecido rapapolvos a Ortega y Gasset. Del primero escribe sin titubeos que fue el perfecto intelectual de su época, inconforme y sumido en la soledad de sus angustia pero al corriente, como el que más, del pensamiento de su tiempo, que llegó a dominar doce idiomas (entre ellos el hebreo, el danés y el noruego), y que buscó como nadie la reforma de España reformando a Castilla y sus valores históricos, centro de “tantos errores, abusos e incomprensiones”. La figura de Unamuno es gigantesca, advierte, y su obra en el campo filosófico, histórico, literario y sociológico no lo es menos. No vacila en calificarlo como el “gran pensador y creador que en este siglo ha tenido no solo España, sino el ámbito todo de la cultura hispánica”. Más no se puede.
Pero otro cantar se oye cuando habla de Ortega, de quien recela el exceso de apasionamiento de sus seguidores. Se dice que tuvo mucho éxito pero ¿desde cuándo mide el éxito la calidad? se interroga. En Hispanoamérica aún conserva cierto encanto, reconoce, pero agrega de inmediato que “existe envuelto en naftalina” y se le saca del viejo baúl con motivo de cualquier efeméride. Le molesta en suma tanto éxito vacío (trató todos los temas imaginables pero siempre con prisa, casi por encima, de pasada, dice) y, en especial, su estilo literario. No le falta razón en este punto. La estocada final se la da con una cita de Borges: “Hubiera debido alquilar un escritor para que escribiera por él... porque él no sabía hacerlo. Qué raro que siendo tan inteligente no se dio cuenta de eso”.
Kafka y Orwell
Es difícil no sin mencionar las dos últimas partes de este libro. La tercera anida propiamente en la literatura, la otra son artículos cortos a los cuales no me referiré. Los autores preferidos son Kafka y Orwell, a quienes les dedica un par de ensayos fascinantes. Al primero le aborda desde la óptica de la multiplicidad de las interpretaciones, y señala que el único remedio para no interpretar a Kafka es, sencillamente, no leerlo. Del resto siempre será un reto y, a la vez, un atrevimiento. Nuño lo hace hurgando por el lado judío, extrañado porque este jamás “etiqueta, menciona o hace referencias judaicas” directas: respeta cabalmente las fronteras literarias de su obra en ese sentido. Para eso están sus cartas y su Diario. La clave judía de los escritos de Kafka, dice, puede igual iluminar para revelar o para cegar: allí está el peligro. Ese mismo camino, años después (1992), fue trajinado por George Steiner en brillante prólogo para la edición de Everyman Library. Sobre Orwell se extendió muchísimo y con entusiasmo. Lo prefirió no por su detestable estilo literario ni por su chocante realismo ingenuo: su admiración viene por ser “el que mejor ha comprendido nuestra época y el que más certeramente la ha descrito”. Su recorrido por La Granja de los Animales y por 1994 es sencillamente magistral. Se nota la admiración, no exenta de cierta envidia, por la capacidad iconoclasta de Orwell. La verdad es que se parecen.
Un filósofo y sus afanes
Por Jesús Sanoja Hernández
En sus tiempos franceses, los de Sartre y Merleau Ponty, “el General Peste” y la guerra sucia en Indochina, Luis Aníbal Gómez hacía recuento del joven Nuño. Había caído en París, asimismo, Teresa García, de regreso de Venezuela, donde permanecía Muiño Loureda (El Diablo Cojuelo) con sus “pasos de duende”. Antonio Aparicio y Alejo Carpentier mantenían vivo, en El Nacional, el espíritu europeo, golpeado entonces por los vientos de la posguerra.
A fines de los 50 Nuño ya era un filósofo que andaba por las zonas transparentes de la filosofía griega, estudiaba a Heidegger y empezaba a penetrar en el Sartre que había saltado al debate político-ideológico desde el trampolín del existencialismo. En la revista Cruz del Surprimero y luego, al reventar los años sesenta, en Crítica Contemporánea, Nuño intentó bajar poco a poco desde las alturas de la filosofía y lo especulativo a las tierras llanas de las polémicas, el ensayo actualizado, los temas cuestionables y cuestionados.
A fines de los 50 Nuño ya era un filósofo que andaba por las zonas transparentes de la filosofía griega, estudiaba a Heidegger y empezaba a penetrar en el Sartre que había saltado al debate político-ideológico desde el trampolín del existencialismo. En la revista Cruz del Surprimero y luego, al reventar los años sesenta, en Crítica Contemporánea, Nuño intentó bajar poco a poco desde las alturas de la filosofía y lo especulativo a las tierras llanas de las polémicas, el ensayo actualizado, los temas cuestionables y cuestionados.
Alguien llamó a Crítica Contemporánea “revista de los marxistas de cátedra”, si bien la mayoría de sus integrantes no lo eran, pero en esa década no resultaba imaginable eludir la confrontación entre “los dos bloques” y el desafío del marxismo que, en su versión leninista y codificada, irradiaba desde Moscú y tenía canales de distribución numerosos e iracundos, más aun cuando en Cuba, desde abril de 1961, empezó a hablarse de “socialismo”. Lecturas obligadas eran entonces Luckacs, Fischer, Garaudy y Goldman, el mismo que, según creo recordar, provocó la división de aguas en Crítica Contemporánea y en el Consejo de la Facultad de Humanidades.
A las alturas de 1963 las contradicciones de los crítico-contemporáneos pasaron parcialmente a El Venezolano y La República, justo cuando a la primera generación de filósofos empezaban a sumarse otros, en escaso número es verdad, más interesados en estudiar al joven Marx que al Marx maduro. Ludovico, por ejemplo, se especializó en los Grundisse, no sin que en algunos de sus libros Nuño (Doble verdad y la nariz de Cleopatra) atribuyera a él y a los adoradores de los Manuscritos una filiación alejandrina: “escoliastas insomnes que fatigan los códices sacralizados para arrancarles algún reflejo inédito”.
La pasión por Sartre, que también acompañó en un tramo a Federico Riu, quedó fijada en estupendo estudio acerca de sus novelas y cuentos más que de su teatro porque, como en este fue donde el autor de Las moscas se mostró más creativo, pues no valía la pena examinarlo. Paradoja al fin, que Nuño supo resolver con citas y acercamientos al teatro sartriano en algunos trabajos suyos diferentes al publicado en los talleres de la UCV en 1971.
La filosofía de Borges constituyó otro avance en Nuño. Lejos en el tiempo, no sé si en los temas, de aquel Nuño absorbido por Platón. Faltaba algo más: los testimonios del espectador infatigable, que lo llevaron a escribir 200 horas en la oscuridad. Cine y libros se convirtieron en él en una obsesión, prueba de que los mundos imaginarios pesan tanto como aquel que consideramos real.
Pero el gran descubrimiento de Nuño, en los últimos veinte años de su vida, fue el periodismo. Con su prosa móvil, sus vastos conocimientos, su permanente actualización, su agudeza y la punzante claridad de estilo, Nuño se hizo columnista de varios diarios, en especial de El Nacional y en los finales, de Economía Hoy en su edición dominical, donde publicó páginas seductoras.
No fue hombre fácil: lo fácil para él era la palabra, escrita y hablada, temible en la controversia, adelantado en la difusión y crítica de autores y tendencias. Por lo mismo, polemizó en exceso: con Eduardo Vázquez, con Ludovico Silva y, para nombrar de último al último, con Emeterio Gómez. En fin: llevaba por dentro la carga dinamitera propia del español y el judío. Como español amó a Unamuno y desmontó a Ortega; como judío, en libros y ensayos, estudió sus raíces y sus dramas.
*Publicado el 6 de septiembre de 1998.
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