Nuestro amigo común: El baño del papa
“La película narra cómo los habitantes del poblado uruguayo de Melo, a sesenta kilómetros de la frontera con Brasil reciben el anuncio de la llegada del papa Juan Pablo II y deciden que será una gran oportunidad para hacer un dinero dada la cantidad de gente que vendrá a verlo”
En El baño del papa (2007, César Charlone y Enrique Fernández) se recrea algo que ha sucedido ya varias veces en países del sur de América. El anuncio de la llegada del papa a un pueblo brasilero o uruguayo, los ánimos de los pobladores caldeados, y el posterior drama cuando aquel cancele su visita. Visto de esta manera pareciese ser una historia como una buena mayoría de las que narra el cine uruguayo, aquellas que reúnen todo su humor en una frase de Mr. Kaplan (2014, Álvaro Brechner): “Gracias a Dios, [estamos] cada día peor”, en un país donde la seguridad y la economía son criticadas por sus ciudadanos como si estuviesen en la peor crisis jamás vista en la historia de este y otros planetas, cuando Uruguay es uno de los países más seguros de América Latina, tal vez el más seguro de América del Sur.
La película narra cómo los habitantes del poblado uruguayo de Melo, a sesenta kilómetros de la frontera con Brasil reciben el anuncio de la llegada del papa Juan Pablo II y deciden que será una gran oportunidad para hacer un dinero dada la cantidad de gente que vendrá a verlo: querrán comer, querrán beber, y para Beto (César Troncoso), querrán ir al baño, así que entre él y Carmen (Virginia Méndez), su mujer, se gastan lo que no tienen para construir un baño. Al más puro estilo neorrealista, muchos de los actores son habitantes del pueblo sin experiencia alguna con las cámaras, mientras que detrás de ellas sucede lo contrario: Charlone ha sido el director de fotografía para Fernando Meirelles en Ciudad de Dios (2002), El jardinero fiel (2005), yCeguera (2008), entre otras.
Beto es un contrabandista que en una bicicleta vieja que ya casi no da más recorre largas distancias hasta Brasil para comprar productos y revenderlos en su pueblo. Cuando decide que hará un baño para cuando venga el papa, debe hacerse con un retrete por el que pagarán con los ahorros para el futuro de su hija, todo muy responsablemente. Lo que sucede es lo que sucedió en realidad: el papa no fue. Desesperados los habitantes de Melo se quedan con kilos de comida preparada, chorizos, pan, pollo, bebidas refrescantes, dulces; y Beto con su nuevo baño, con los brazos cruzados y debiendo muchísimo dinero.
Otros milagros
Lo escatológico se encuentra en El baño del papa (nótese el nombre) en sus dos acepciones. El humor uruguayo decora el título con una baja: “Una historia de esperanza y otros milagros”. Si la esperanza tiene fuertes vínculos con el cristianismo en donde la espera será recompensada con la llegada de Dios en su majestuosidad y gloria, la escatología vincula con la resurrección. Beto y Carmen no están relacionados de ninguna forma espiritual con la llegada del sumo pontífice. No se trata de la llegada del papa como consuelo para el pobre en el abandonado pueblo uruguayo, ese pobre tan parecido al italiano neorrealista que se repite con frecuencia en el cine latinoamericano. No busca consuelo, ni Beto, ni su mujer, ni ninguno que haya levantado un puesto de fiambres para atender a los creyentes (una muestra del capitalismo que tanto insiste en criticar el papa Francisco y que se da salvaje en eso que llaman las bases, los pobres). Beto y el resto del pueblo han visto en la llegada del papa una oportunidad para hacer negocios, para hacer dinero, y nada más: el necesitado tiene una opción que no implique ruindad y bajeza, comprometer los valores, mezclar los tratados de ultratumba con los de las excrecencias. Los ciudadanos de Melo reciben una lección de la Iglesia. Por más pedagogo, socialista o populista que algún papa sea, la Iglesia no está para hacerte rico materialmente, sino en espíritu. Seguirá pasando, como sucedió en Guaratiba, Brasil, con el papa Francisco en 2013. Los ciudadanos salieron ante las cámaras en llanto desgarrador porque sus inversiones, ahora perdidas, habían alcanzado casi los treinta mil dólares americanos. La esperanza cristiana no puede ser esperar hacer unos reales: que alguien lo vocifere en nuestras esquinas, como vendiendo lotería. No aplacará la codicia pero al menos se habrá advertido.
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