¿Qué va a pasar en Venezuela? (I)
La pregunta se la hacen estos días difíciles la mayoría de los venezolanos, acorralados desde el año pasado por la inflación galopante y el desabastecimiento que no cesa, y ahora por el temor a lo que pueda ocultarse tras los estados de excepción y la militarización sistemática del país:
¿Habrá o no habrá elecciones el 6 de diciembre?
El primer hecho a destacar es que el mayor aporte de Hugo Chávez a la causa de la revolución socialista en América Latina fue abandonar la lucha armada como vía rápida para conquistar el poder, tal como él lo había intentado el 4 de febrero, y luego, en lugar de usar el terror para conservarlo, recurrir a sucesivas circunvalaciones electorales, perfectamente administradas desde la cúpula de un poder cada día más absoluto, y avanzar así, gradualmente, de elección bajo control en elección bajo control, dos pasos adelante y uno atrás, hacia la liquidación de la democracia representativa como meta irrenunciable de su proyecto político. En otras palabras, buscar el mismo mar de la felicidad cubana, pero por otros medios, como advirtió en su primer discurso de toma de posesión, febrero de 1999, pues al fin creyó haber comprendido que la política es en realidad la guerra por otros medios. O sea, Von Clausewitz, pero al revés.
De esta manera sinuosa, sin generar excesiva desconfianza ni abierta hostilidad en el entorno, supo imprimirle a su retorcido empeño un origen en apariencia legítimo, incluso irreprochable, y una falsa aunque duradera respetabilidad, que le permitió arropar a buena parte de la oposición en la tarea común de disimular al régimen con un cierto barniz de normalidad democrática, todo lo heterodoxa que se quisiera, pero suficientemente democrática, entre otras razones, porque premiaba a quienes en la oposición lo aceptaran con “espacios” más o menos suculentos del aparato burocrático del Estado. El régimen de Vichy en estado de gracia.
Chávez demostró, además, que a fuerza del populismo más desenfrenado, ¡viva Perón!, era fácil terminar de desacreditar a la clase política tradicional que habían representado Acción Democrática y Copei, heridos de muerte por la corrupción, el oportunismo de sus cúpulas y las consecuencias devastadoras del neoliberalismo salvaje aplicado sin mucha piedad en todo el continente desde los controversiales tiempos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Gracias a lo cual, por el sendero de excitar la indignación popular, resultaba fácil derrotarlos con sus propias armas y redactar nuevas constituciones para crear condiciones propicias a la ruptura, convenientemente adornada en este caso con algunas formalidades de la vieja democracia que se aspiraba a destruir. Por último, imponer reelecciones indefinidas celebradas periódicamente pero sujetas a las reglas del más feroz ventajismo oficial.
Tras el ejemplo de Chávez vinieron Evo Morales, Rafael Correa y la imprevista resurrección de Daniel Ortega, Cuba se instaló por fin en el punto más elevado del altar latinoamericano y alrededor de ellos se fue armando una fila de aliados de mucho peso, Luiz Inácio Lula da Silva, Dilma Rousseff, Néstor y Cristina Kirchner, en mucho menor grado Michelle Bachelet, Ernesto Samper y hasta Juan Manuel Santos después de llegar a la Presidencia de su país.
Esta situación se alteró súbitamente con la muerte de Chávez y su inexplicable decisión de seleccionar a Nicolás Maduro como su sucesor. Error cuya consecuencia, tras la pérdida del líder y de la magia de su carisma, ha sido la suma de todas las calamidades. Incluyendo el dramático desvanecimiento del hasta ese instante arrollador movimiento chavista y que da lugar a la segunda e inevitable parte de la pregunta que nos hacíamos. Si a pesar de todo se celebran las elecciones parlamentarias, ¿reconocería el régimen la derrota, derrota que a todas luces sería aplastante, y aquí, señoras y señores, se iniciaría en efecto una etapa distinta por completo de la historia nacional?
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