Apología de la soledad. Obras completas de José Antonio Ramos Sucre
“Yo nací en una cárcel, y he vivido en ella durante 30 años”, confesó una vez José Antonio Ramos Sucre, pocos años antes de su muerte desesperada. El poeta “ahistórico, medievalista y grecolatino”, en realidad nunca fue prisionero de las modas literarias. Mientras sus compañeros de generación sucumbían aun ante los seductores barroquismos de las rimas modernistas, el poeta se nutría de lo más exquisito de la literatura universal, adelantándose a los simbolistas, creando una escritura cuya vigencia no parece desvanecerse en el tiempo. Su prisión fue el insomnio, su libertad la escritura
No hubo tregua. José Antonio Ramos Sucre había sido herido de muerte por el insomnio. Sus esperanzas de curación fueron mutiladas una tarde de enero de 1930, cuando los médicos del Instituto Tropical de Hamburgo le explicaron que el virus de la amibiasis nada tenía que ver con la sombra de su sueño. La infatigable enfermedad llevaba ocho años apropiándose poco a poco de todos los espacios de su cuerpo, dejando lugar solo para el dolor.
“Yo poseo el hábito del sufrimiento, pero estoy fatigado de la vida interior del asceta, del enfermo, del anormal” –escribió a su amigo Luis Yépez, cónsul general de Venezuela. “Puedo pasar horas continuas en la cama sin hacer movimiento y sin intentar dejarla”. Y es que los trasnochos fueron en principio voluntarios. Recuerdan sus compañeros de escuela que hasta altas horas de la noche la luz de su habitación no descansaba. La incansable pasión por la lectura y por los idiomas, que le hicieron un hombre de cultura excepcional, tuvo su precio.
Pero el principio de sus desórdenes nerviosos estuvo mucho antes. Cuando José Antonio Ramos Sucre cumplió diez años, en 1900, no se imaginaba que la experiencia de vivir tres años con su tío sacerdote le dejaría huellas imborrables. El padre Ramos lo llevó consigo de Cumaná con la idea de continuar y supervisar su educación en Carúpano. Empezaron una exigente rutina de estudios de latín. Los interminables encierros abonaron su carácter sumiso y solitario. “Yo pasaba días y días sin salir a la calle –escribió a su hermano Lorenzo en 1929– y me asaltaban entonces accesos de desesperación y permanecía horas llorando y riendo al mismo tiempo (...) La humanidad bestial no veía que el mal humor venía de la desesperación del encierro y de no tener a quién acudir”.
Poesía en prosa
La escritura de José Antonio Ramos Sucre nada tenía que ver con lo que estaba en el orden de lo actual, como era la poesía moderna, rica en ritmos evocativos y juegos cromáticos. Ausentes de descripciones detalladas, las alusiones visuales de sus textos en prosa pronto revelaron su contenido poético, siendo el primero en explorar esta forma de escritura en Venezuela. Ramos Sucre “carece del dominio de la rima y de esa forma tan moderna del arte que consiste en lo que pudiéramos llamar el gozo de ver”, escribió en 1930 Fernando Paz Castillo.
Eugenio Montejo desarrolla en su ensayo “Aproximación a Ramos Sucre” los antecedentes de la poesía en prosa. Señala sus orígenes más remotos en el siglo XV; sin embargo, la referencia literaria más reconocible es el texto Gaspard de la nuit, de Aloysius Bertrand (aparecido en edición póstuma cerca de 1842).
Para José Balza (El Nacional 30/8/70), Ramos Sucre fue capaz de “mirar su vida como la insuficiencia de un proyecto estético, el fracaso de saberse envuelto en ese estupor de un mal infinito”. Y es que la vida de José Antonio Ramos Sucre estuvo signada por incertidumbres inevitables: la de su tiempo –llena de zozobra por la dictadura gomecista– y la de su realidad –el incontrolable sufrimiento del insomnio. Lo cual se afirma con uno de los aforismos del poeta: “La incertidumbre es la ley del universo”. La riqueza de experiencias y emociones que le proporciona la incertidumbre, bien desarrollada por Armando Rojas Guardia en El principio de la incertidumbre (1997), puede presumirse como fuerza interior de esta escritura poética.
Poblada de recreaciones de imágenes medievales, bíblicas, mitológicas, renacentistas, de tiempos de guerra de Independencia, su escritura explora en lo más profundo el ámbito de la desolación, “es el proyecto de su muerte”, escribiría Víctor Bravo. Para Ramos Sucre, la imagen “siempre está cerca del símbolo o se confunde con él (...) cercana a la música y lejana de la escultura” (“Sobre la poesía elocuente”). De allí que se entienda lo próximo del ritmo de su forma poética a las formas musicales, relación evidenciada por primera vez por Juan Ángel Mogollón en 1958.
No se trata de una escritura abrupta ni agresiva. Es una poesía llena de desesperación, pero de una desesperación reposada, asumida, mil veces conocida, más terrible. “Lo que se escribe debe tener un solo adorno: el de la exactitud –escribió a su hermano Lorenzo–. (...) Nunca, en lo que se diga, haga o escriba, se debe llamar la atención. En este principio se fundan todas las virtudes sociales”.
Preocupaciones gramaticales
Cada poema es pleno por sí solo. Tienen cierta estructura de relato. Con frecuencia, el último verso sorprende, completa o modifica el significado de los personajes, de las acciones descritas. Francisco Pérez Perdomo ha llamado a esta acentuación “moraleja”, aunque más bien se trata del clímax del propio poema. De igual manera ocurre con los títulos de cada texto, cuyas palabras pocas veces repetidas en cada texto, son fundamentales para comprender el significado total. La omisión de algunas secuencias demanda la intuición del lector, aún cuando se ha entendido su escritura como cerebral. “Sus poemas en prosa, redondos, cerrados en sí mismos, de un simbolismo alto y cernido, tienen muchas veces valor de piedras preciosas”, escribió Carlos Augusto León en su texto “Las piedras mágicas”.
La mayoría de las oraciones comienzan con el sujeto “yo”. Mucho fue entendido esta repetición del sujeto como tendencia individualista, consecuencia de la influencia romántica francesa. Sin embargo, cada “yo” siempre refiere a un sujeto distinto. El personaje pocas veces puede identificarse con el escritor. Se trata de una manera de conseguir el enmascaramiento del verdadero “yo” a través multiplicidad de sujetos escondidos bajo esa forma, tal como lo desarrolla Guillermo Sucre.
La preocupación por la gramática se hace más evidente en sus dos últimos libros El cielo de esmalte y Las formas del fuego, donde el uso de la preposición “que” es completamente omitido. “El ‘que’ en el castellano como en todos los idiomas latinos, es algo biológico. Desterrarlo es artificioso...”, analiza Pío Baroja, citado por Félix Armando Núñez, quien a su vez entiende la exigencia del poeta cumanés como “un castigo del instinto que se ha convertido en satisfacción intelectual del freno y una repugnancia congénita hacia la vulgaridad y la negligencia del improvisador...”.
Las acciones nunca son narradas en tiempo presente, son parte del pasado. Augusto Mijares lo entiende como consecuencia de una relación no inmediata con la escritura, sino desde la memoria: “sus héroes ya han vivido copiosamente en su espíritu cuando se decide a presentárnoslos; dijérase que solo recurre a la expresión literaria cuando la tensión lírica se le hace insoportable”.
El tema de la muerte es recurrente en sus cartas y textos. El tormento del insomnio y de su soledad lo hace pensar con frecuencia en el suicidio. En su poema “El solterón” se detiene largamente en este tema: “Cuando descansa en la noche con la nostalgia de amorosa compañía, no le intimida el pensamiento de la tierra sobre su cadáver”. Luego escribe en su correspondencia: “Solo el miedo al suicidio me ha hecho sufrir con tanta paciencia”. “Leopardi es mi igual”. Víctor Bravo analiza en “Ramos sucre: la escritura como itinerario hacia la muerte”, que “No es gratuita tampoco la identificación con Leopardi, el poeta que recomendaba el suicidio: ‘La vida es un mal, la muerte un bien’ (...) El suicidio es la otra forma de eliminar la absurdidad, la primera es la esperanza, y ya sabemos que en Ramos Sucre la esperanza ya era una vía vedada. Ramos Sucre escribe para privarse de sí, para renunciar a la palabra en la vida”. Comprende el suicidio como un acto de evasión a la vida y al tiempo; pero también puede ser entendido como el único acto de libertad que permitía su realidad.
La figura de José Antonio Ramos Sucre ha estado vinculada al misterio. Su extrema soledad se entendió como misoginia y misantropía. “...Adviértele (a Pedro Sotillo) que equivoca al calificarme de misógino. Yo soy para cada mujer un hermano y ninguna puede acusarme de negligente en su servicio, mucho menos de cruel”, le escribió a José Nucete Sardi, desde Hamburgo. Más adelante, en medio de su desesperación, en la última carta que envió a su prima Dolores Emilia Madriz continuaba la preocupación de su integridad: “Te ruego que no permitas la leyenda de que soy antropófago y salvaje y enemigo de la humanidad y de la mujer. Esa leyenda es obra de mis enemigos”.
Pocos meses antes de esa carta, aquel día de enero de 1930, Ramos Sucre había perdido sus esperanzas. Regresó en febrero a su cargo de cónsul en Ginebra con la certeza de que el camino a la muerte era mucho más corto. Trató de quitarse la vida fallidamente dos meses después. La peor desgracia siempre estuvo en la amenaza a sus facultades mentales: “Yo no me resigno a pasar el resto de mi vida, ¡quién sabe cuántos años!, en la decadencia mental –confesó a su prima Dolores Emilia– (...) Pasado mañana cumplo cuarenta años y hace dos que no escribo una línea”.
El 9 de junio, día de su cumpleaños, aquel hombre cuya “mirada era de fuego y abismo, de concentración y misterio”, según Félix Armando Núñez, dejó que la desesperación llenara su estómago de hipnóticos. “Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras. // Entonces me habrán abandonado los recuerdos...” había escrito en su poema “Preludio”. La agonía de sus cuatro décadas se resumió en cuatro días. José Antonio Ramos Sucre murió en Ginebra el 13 de junio de 1930.
Trizas de papel
Todo, o casi todo, se ha dicho sobre José Antonio Ramos Sucre. La recopilación hecha por José Ramón Medina en Ramos Sucre ante la crítica, de Monte Ávila Editores (1980), recoge 27 textos fundamentales para comprender cómo ha cambiado el entendimiento de la obra del poeta cumanés. Una sorprendente crónica de la agonía del poeta, recopilada en este libro, fue escrita por Tomás Eloy Martínez.
La obra de José Antonio Ramos Sucre está formada por poesía en prosa, ensayos, traducciones y correspondencia. Dejó publicados cinco libros. En el tercero, La torre de Timón (1925), recopila, junto a algunos textos nuevos, los dos libros anteriores Trizas de papel (1921) y el ensayo Sobre las huellas de Humboldt (1923). En 1929 publica en forma simultánea El cielo de esmalte y Las formas del fuego. Ambos libros, con parecida escritura, estructura y número de textos, son para Salvador Tenreiro, una repartición equitativa de lo que fue la producción del poeta en sus últimos años.
Después de su muerte, fueron recopiladas cartas –documentos reveladores para comprender la evolución de su enfermedad–, traducciones y algunos aforismos primero por Rafael Angel Insausti (en Los aires del presagio) y luego por Caupolicán Ovalles.
La edición más completa de su obra es la que hizo Biblioteca Ayacucho en 1980 (terminada de imprimir el mismo día de su nacimiento). Solo un detalle, descubierto por Anselmo Amado luego de revisar el Archivo Histórico de Miraflores –y publicado en El Nacional el 12/04/8–, no es conocido por esta cronología: el gobierno de Gómez hizo preso a Ramos Sucre en 1919 por considerar que no se expresaba bien de su gobierno, durante las clases de inglés que dictaba en la Escuela Militar.
Estuvo una semana en prisión, desde donde escribió el 12 de septiembre una sentida carta al presidente: “Yo no puedo ser enemigo de ninguna autoridad ni de ninguna persona. Deberes numerosos y pesados me atan de pies y manos. Tengo a mi cargo una familia necesitada que no cuenta sino con mi trabajo diario. No tengo ni el derecho de enfermarme... Los días de mi arresto bastaron a causar en mi casa pérdidas gravísimas, entre las cuales merece citarse la interrupción definitiva de los estudios de mi hermano menor (...) Me apresuro a escribirle para hacer constar su clemencia, y le ruego encarecidamente que se digne intervenir en mi favor garantizado mi libertad, que es la salud de mi familia”.
Réquiem para un poder insomne
Por Jesús Sanoja Hernández
Poco después de abrirse la década de los 50 y poco antes de cerrarse salieron a la luz dos poemarios fundamentales, tanto por el rigor del lenguaje como por el temple de modernidad. Elena y los elementos, de Juan Sánchez Peláez, y Los cuadernos del destierro, de Rafael Cadenas, fueron filiados, acaso por distanciarse de los modos poéticos de entonces, en la genealogía de Ramos Sucre. Pero lo cierto es que Sánchez Peláez vería de sus experiencias chilenas y de su devoción por el surrealismo y Cadenas de una vasta reflexión sobre el oficio, voraz lector como el de La torre de Timón y que lo singular en ellos, como en este, consistía en que había saltado la valla.
Desde 1945 el poeta Carlos Augusto León, antiguo discípulo de Ramos Sucre, había destacado en su ensayo Las piedras mágicas la importancia de su obra y hasta Mario Briceño Iragorry, en la reedición de Lecturas venezolanas (un volumen con portada de libro primario de Mantilla y bastante conservador en su selección) había incluido “Geórgica”, definiendo la poesía de Ramos Sucre como excesivamente culta: “Se le ha calificado de nebuloso por la originalidad de su dicción y por los motivos de sus escrituras”.
La década de los 50 significó una revisión lenta, pero creciente, de la poética del cumanés, en momentos en que el poeta popular por excelencia era su coterráneo Andrés Eloy Blanco. Artículos de José Ramón Medina (quien a la postre prologaría su Obra completa, volumen 73 de la Biblioteca Ayacucho) y de los jóvenes Juan Calzadilla y José Angel Mogollón, conversaciones entusiastas de otros como Adriano González León y Rafael José Muñoz y, por último, la irrupción de Sardio, donde se le tuvo como maestro, y de críticos como Guillermo Sucre Balza y Eugenio Montejo un poco más tarde, consolidaron el prestigio de Ramos Sucre, al tiempo que el de Meneses y, más allá, de Julio Garmendia en la narrativa.
Hay la creencia, negada por los testimonios en los diarios de los años 20, de que Ramos Sucre no vivía encerrado en su torre. Pues lo cierto es que Trizas de papel fue publicado, poema tras poema, en un diario de la época, y lo mismo sucedió, aunque no íntegramente con La torre de Timón. En cuanto a “Granizada”, sucesivamente fue apareciendo en Élite. Ramos Sucre, asimismo, colaboró en la revista insignia de la generación del 28 (válvula) y, según referencia de Jóvito Villalba, era el centro de atracción en la Plaza Bolívar, al salir de su oficina de la cancillería, de los estudiantes que bebían de él conocimientos inalcanzables por otras vías. Contra lo que se cree, tuvo incluso algunos imitadores, no siempre felices en la aventura poética.
El mes de junio (también julio) de 1930 demostró que se le leía más de lo imaginado, aunque no todos calaron en el fondo de sus visiones, excepción hecha de Pedro Sotillo, Fernando Paz Castillo, el extraño Gabriel Espinoza y, desde luego, Enrique Bernardo Núñez, entonces en Panamá, de donde saldría la extraordinaria La galera de Tiberio. El suicidio del insomne, predecible por lo escrito en sus últimas cartas, lo reflejó al decir de Luis Beltrán Guerrero, el poeta de Viernes, Otto De Sola, en su “Oda a José Antonio Ramos Sucre”: “No fue malvado aquel revólver de Ginebra”.
Muy estudiada ha sido, a partir de los años 60, la poesía de Ramos Sucre. Autores como Francisco Pérez Perdomo, prologuista de una de sus ediciones, y Ángel Rama, caído en Venezuela en los años 70 y estudioso, además, de Rufino Blanco-Fombona, han analizado su mundo interior y exterior, así como José Ramón Medina y Fernando Paz Castillo, y Eugenio Montejo, Elena Vera, Pérez Huggins, Oswaldo Larrazábal, Gustavo Luis Carrera y Pedro Beroes.
Notable la visión de Tomás Eloy Martínez y de primera línea las incursiones analíticas de Salvador Tenreiro y, más recientemente, de Víctor Bravo, quien califica su obra “como poética del mal y el dolor”, remitiéndose a Leopardi y tomando pie en “el mal y la estética de la modernidad”, Baudelaire a la vanguardia.
Cuando sus restos llegaron a La Guaira, veía ya luz de este mundo. Paradoja existencial, que une mi condición de mortal puro y simple, con un muerto inmortal. Por desgracia, de aquel día no tengo memoria.
*Publicado el 6 de diciembre de 1998
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