Cielo, Mar y Amor: vida y obra de Cruz María Salmerón Acosta
“Se trata de un esfuerzo por continuar en la ruta de dar a conocer los valores de la poesía de Salmerón, considerando ampliamente la bibliografía precedente y probando una evaluación que resulta más afectiva y elogiosa que filológica y crítica”
Como si tuviera siempre que salir de un letargo, una penalidad incomprensible para un autor de su renombre, el poeta Cruz Salmerón Acosta, emerge una y otra vez. El largo sueño del cantor es interrumpido en su trayecto de inadvertencias por un conjunto muy brillante de empeños. En cierta forma, estas empresas de edición y estudio no hacen sino mantenerlo presente en la frágil memoria literaria del país, siempre tan pagada por las últimas horas y tan morosa con los verdaderos maestros de nuestra estética verbal.
Ajeno a cualquier trazo de exhaustividad, quisiera recordar un conjunto de referencias que entiendo como las mejor logradas y las que resultaron fruto de amorosas visitas por la obra exigua del gran poeta.
Quizá el año 1970 marque el comienzo de la primera recepción moderna del poeta. Vemos lucir un grupo de catorce textos de Salmerón en la histórica antología que ordenara el jesuita Pedro Pablo Barnola ese año, bajo el título de Poesía sucrense. El cometido resulta no solo un aporte sobre la posición que el poeta ocupa en el ámbito de una de las regiones líricas más productivas en la historia literaria venezolana, sino la oportunidad para gestar diálogos muy fecundos entre el poeta de “Azul”, entre comillas, (pariente afectivo y político del poeta de Azul, en cursivas) y el resto de los creadores afamados o discretos de su estado natal. Barnola lo distingue poéticamente y lo ubica para la crítica, debiéndosele al estudioso el haber ofrecido las aguas bautismales del poeta enfermo, místico y mítico. Crítico poco atenido a sensiblerías y a hipérboles biografistas de ninguna especie, se dejaría arrastrar por el peso tierno de alguna de esas visiones: “Solitario allá en una alejada casita, todo azul de mar y cielo, su alma sensibilísima de verdadero poeta lírico, fue día tras día engarzando, como perlas, aquellos bien pulidos y serenos sonetos, y otras composiciones, que pronto corrían de mano en mano entre sus fieles amigos, y que mostraban cuán noble e inspirado era su espíritu”. La temprana consagración de Barnola significaba un acompañamiento a la edición de las poesías completas de Salmerón Acosta que publicara la Línea Aeropostal Venezolana, dos décadas antes.
Ciertamente, el número seis de esas preciosas ediciones dedicaría al poeta oriental un volumen de colección el año 1952, resultado de la entregada e impagable tarea de Dionisio López-Orihuela, el más ferviente curador del legado poético del bardo de Manicuare. El sintagma Fuente de amargura con el que titula el volumen, publicado al día hasta en seis oportunidades, signa adicionalmente el espesor doliente de la recepción del poeta que estaría por llegar; lectura cierta y romántica por partes iguales y muy justificada para su tiempo. La edición toda impone un canon protagonizado por las poco más de cuatro decenas de piezas líricas (a esta lista se sumarían luego unas cuantas más) y por las notas prologales y los textos de homenaje pre y post mortem que vienen a anclar la unilateralidad hermenéutica del gran autor. La pasta sensible de una vida trágica y corta, tanto como de una enfermedad temprana y larga, así como el prodigio de una obra que fue prodigiosa y breve y que persistió entre brumas y secretos, hicieron de Cruz Salmerón Acosta una de esas figuras que cautivarían para siempre y en paridad tanto a cultores como a legos. Ya Santiago Key-Ayala, en el año de la muerte del poeta: 1929, al entender la dimensión de un fenómeno tan infrecuente en nuestros paraísos y avernos literarios, lo dimensiona para entenderlo milagro y tema de estudio de psicología de la recepción: “Catorce versos rimados entre sí, y con el alma de quien los escribió, catorce versos de cruz Salmerón Acosta, el poeta infelicísimo que llevaba en su nombre como una insignia delatora, el vaticinio del destino trágico, han hecho el milagro de provocar una cristalina corriente de simpatía y de comprensión por entre los zarzales resecos de la prensa”. El inteligente acercamiento del sabio bibliófilo parece querer alertar sobre lo injusto que resulta, tanto para los poetas de vida sufrida como para los de vida feliz, querer enaltecerlos o acallarlos más por contingencias biográficas que por los valores objetivos presentes en sus obras.
La brecha abierta por el padre Barnola se vería muy pronto continuada por los estudios del profesor Oswaldo Larrazábal Henríquez, el cultor más devoto de Salmerón desde las parcelas de la investigación y crítica modernas. Lo vislumbra en prisión de letargos en un conjunto de valiosos estudios y repertorios: Azul de Manicuare. Cruz Salmerón Acosta (1971), Salmerón Acosta, itinerario de un poeta(1979), Yo, Cruz María Salmerón Acosta (1982) y Reencuentro azul. Presencia de Cruz Salmerón Acosta (2004).
La leyenda vuelve a fortalecerse cuando la vida de Salmerón es llevada al cine. La película La casa de agua (1984), de Jacobo Penzo, protagonizada por Franklin Virgüez en el rol del desdichado, junto a una virtuosa nómina que encabezan Doris Wells e Hilda Vera, nos muestra al poeta acosado por la lepra y carcomido dualmente por la enfermedad y por la soledad (ecuación alfa en donde cuerpo y alma se hacen un fluir de idénticas verdades), escribiendo en su rústica morada frente al mar; espera agónica de una muerte que no tarda en llegar.
Seguiría con similares empeños, en 1993, cuando Monte Ávila Editores publique Vida somera. Cantos al mar, al amor y a la muerte, una rigurosa y amorosa antología a cargo del maestro Gustavo Luis Carrera, durante el festejo nacional, un tanto inadvertido, por el centenario del nacimiento del escritor. Nacido poeta el año 1892 en playas del estado Sucre, hechas mito por sus propios versos, gracias a sus más celebradas líneas: “Azul de aquella cumbre tan lejana/ hacia la cual mi pensamiento vuela/ bajo la paz azul de la mañana, / ¡color que tantas cosas me revela!”.
Nuevas y recientes ediciones llegarían en clave de divulgación. En 1996, Poemario con pie de imprenta de la Alcaldía de Araya; y Poemas, en 2009, con la firma de la Fundación Editorial “El perro y la rana” y la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Aprovecharían con criterio los intentos precedentes, revisando las versiones de los textos en un intento por enmendar discrepancias de índole formal.
Con título perturbador, La canción recóndita, presenta Fundarte, el año 2011, una nueva empresa de difusión. La compilación despierta al poeta de su último sueño y nos lo presenta en cincuenta y dos piezas, sonetos en su mayoría, que permiten que el lector desprevenido ante la obra de este autor lo conozca en pureza y lo admire desde el primer verso: “Yo fui Quijote por algunos años” (primero del poema: “De mis andanzas”), hasta el último: “con la serena luz de sus semblantes” (último del poema: “La hora melancólica”), como si se trataran del primero y del último de un único poema, pues completan un círculo perfecto desde la andanza quijotesca (siempre un asunto de agónica melancolía y de realidades confundidas) hasta la hora final en la que el corazón del poeta destrozado de tanta vida (o de tanta necesidad de ella) cede “a los tranquilos rayos de la luna” para llamar al amor que más nunca habrá de pertenecerle: “Música de placer para el dichoso/ que dulces esperanzas atesora,/ música para mí como el sollozo/ de mi solitario corazón que llora”.
El recuento llega hoy a término provisional con el libro Cielo, mar y amor. Cruz María Salmerón Acosta. Vida y obra completa comentada, del profesor William Rodríguez. Se trata de un esfuerzo por continuar en la ruta de dar a conocer los valores de la poesía de Salmerón, considerando ampliamente la bibliografía precedente y probando una evaluación que resulta más afectiva y elogiosa que filológica y crítica. Valido de juicios propios se intenta una hermenéutica que sigue cada poema para ofrecer comentarios de índole circunstancial y biográfica y acercamientos de crítica impresionista, en la doctrina de Alfonso Reyes, como terreno abonado para la exégesis. La crítica emotiva acarrea los riesgos de la hipérbole y de la sobrestimación en la comparativa entre autores. El estudio de crítica subjetiva se completa con el trayecto biográfico y con un cuerpo de entrevistas que se ofrece como documento para evaluar la significación del poeta en la cultura popular. Nunca dejará de ser importante la consideración de lo que un autor representa en el imaginario literario de una sociedad.
Superando toda exégesis, el amor al autor y a su obra se impone como razón literaria y este es un mérito indiscutible del trabajo del profesor Rodríguez. Asimismo, la sola escogencia de Salmerón como motivo de estudio es ya un valor de primera, dado que se trata de un escritor de permanente escrutinio. También, que se le quiera pensar y promover al unísono; pues se ofrece una síntesis completa de su anterior analítica biográfica y literaria junto a la obra poética toda del escritor. La interpretativa romántica y sus brumas quedan condicionadas en muchos casos a una sugerente visión de carácter filosófico.
Todo lo anterior me lleva a felicitar al profesor William Rodríguez por devolvernos al poeta recóndito y por aportarle un aire diferente y solo parcialmente ensayado. Aplaudo el compromiso que el estudioso ha contraído con un escritor tan necesitado de nuevas iluminaciones y, también, por abrir y abrirse él mismo el camino por el que deberán continuar los intentos para lograr sacar a Salmerón, una vez más, del injustificado letargo hermenéutico en que está atrapado y por deponer la penalización que incomprensiblemente sufre siempre este autor
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