Yo soy

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lunes, 4 de abril de 2016

Shakesperae es universal, si no vean el remaque que de sus obras hace el Presidente de Venezuela. Nicolás maduro.Maduro no ejecutará la Ley de Amnistía aprobada por la mayoría de la AN. Acudirá a jueces serviles para calificarla de inconstitucional, o de cualquier otra cosa violatoria de la convivencia civilizada. Clamará por el soporte de la militarada, para que el cuartel libre a Venezuela de la escalada de unos súcubos levantados del infierno. Animará las menguadas huestes que todavía lo siguen, para que ataquen a los promotores de la regulación como reos de lesa patria. Repetirá su discurso sobre el retorno de fuerzas siniestras que salen de su escondrijo para reforzar el trabajo de unos cómplices parapetados en una sospechosa maraña de curules. Promoverá el descrédito de una búsqueda de avenimiento que, en lugar de convocar a la paz, motivará el arranque de pavorosas hostilidades debido a la salida de unos delincuentes que harán de las suyas cuando dejen el calabozo con el amparo de unos farsantes disfrazados de diputados

Nuestro amigo común: César debe morir

César debe morir (Vittorio y Paolo Taviani, 2012)
César debe morir (Vittorio y Paolo Taviani, 2012)
“Cuenta Harold Bloom que el César de Shakespeare es no solo ambiguo, sino hasta simpático: un hombre con un gran poder y gran capacidad para juzgar con rapidez el carácter”

En César debe morir (Vittorio y Paolo Taviani, 2012) no se duda. En esta adaptación de La tragedia de Julio César de Shakespeare, filmada en la cárcel de Rabibbia, en Roma, interpretada por los prisioneros de alta peligrosidad como parte de un programa teatral de puestas en escena de clásicos como Infierno, de Dante, solo hay –a diferencia de la ambigua obra isabelina– una sentencia: César debe morir.
Para los hermanos Taviani, cineastas octagenarios aún en pleno ejercicio del oficio, Julio César es, a secas, un tirano. Cuenta Harold Bloom que el César de Shakespeare es no solo ambiguo, sino hasta simpático: un hombre con un gran poder y gran capacidad para juzgar con rapidez el carácter. Consecuente. Generoso. Sin embargo, hubo algunos indicios, como su simbólica sordera de un oído, de que podría–nunca ha sido el tiempo verbal tan determinante– llegar a convertirse en un tirano. Bruto mismo lo admite: si se podría estar gestando una serpiente, “hay que matarlo en el cascarón”. Bruto es quizás, dice Bloom, el más ambiguo y oscuro de todos los personajes de la tragedia, pues ama a César como a su padre (Bloom explica que Shakespeare no desarrolló esta relación en esa dirección) y sin embargo, está dispuesto a asesinarlo, convenciéndose de que unaposibilidad –precisamente eso: casi una fantasía, la de que César sea un tirano– es un hecho. En ese sentido se asemeja a Otelo, quien de alguna manera termina por convencerse a sí mismo frente a una sospecha de que Desdémona le es infiel. Así, en nombre de Roma, el Bruto de los Taviani grita a la plebe tras ser señalado y atacado por el asesinato: “(César) Fue ambicioso, y por eso lo maté. ¿Hay alguien aquí tan vil que no ame este país? Porque es a ellos a quienes ofendo”. Para Bruto, César debe morir porque atentaría contra Roma, que es lo mismo que decir que lo haría contra Bruto. El pueblo debe entender: César o Roma. César o Bruto.
La película inicia y culmina con la representación de la obra frente al público asistente al teatro en la prisión, a color. En el medio, en un blanco y negro severo y hermoso, la sustancia: antecedidos por audiciones que representan el toque de comedia que puede hallarse en la película, vemos los ensayos. Todo dentro de la cárcel. Patio, pasillos, celdas. Los Taviani cortan de un prisionero a otro, ensayando cada uno en su celda, para construir las escenas donde están juntos ambos personajes. Interrumpiéndose, los prisioneros replantean los textos del bardo adaptándolos a su dialecto de preferencia o añadiendo comentarios que cruzan el límite de cualquier representación. El prisionero que interpreta a Julio César (particularmente verosímil, pues solía pertenecer a la Mafia), por ejemplo, cuestiona y sentencia al intrigante Decio “¿(Hablas) como un amigo? Como un embustero. Como un lameculos. Como un hombre desvergonzado”. El corte es a un plano del resto de los prisioneros que ven la escena cruzándose miradas incómodas. “Eres muy bueno en eso. Lo estás haciendo muy bien con esa cara”, continúa mientras le pellizca la mejilla. “César no dice eso”, responde el prisionero que interpreta a Decio, a lo que el otro dice “Debería si te conociera”. Podrán haber pertenecido a la Mafia, traficado drogas o asesinado (el intérprete de Casio, el resentido, está preso por homicidio), pero incluso los guardias se acercan a ellos con camaradería. Hasta que deben recordarse a sí mismos, como difícilmente hace el espectador, de que existen sus víctimas y el daño que estos hombres de honor han causado es enorme.
Frente a una plebe que parece alabarlo todo, Antonio señala la traición de Bruto. Se sucede la batalla final en la cual Bruto y Casio prefieren suicidarse a ser atrapados por Octavio. ¿Cuál es la razón por la que debió morir César? ¿Por qué nadie pone en duda la sentencia que da título a la película? Con algo de cautela, diría que César –y con él el espíritu de Roma– es el único personaje que coordina ideas y pensamientos, es decir, es el único que se permite dudar. Para los Taviani, la duda debe morir.  

Contra la amnistía



Maduro no ejecutará la Ley de Amnistía aprobada por la mayoría de la AN. Acudirá a jueces serviles para calificarla de inconstitucional, o de cualquier otra cosa violatoria de la convivencia civilizada. Clamará por el soporte de la militarada, para que el  cuartel libre a Venezuela de la escalada de unos súcubos levantados del infierno. Animará las menguadas huestes que todavía lo siguen, para que ataquen a los promotores de la regulación como reos de lesa patria. Repetirá su discurso sobre el retorno de fuerzas siniestras que salen de su escondrijo para reforzar el trabajo de unos cómplices parapetados en una sospechosa maraña de curules. Promoverá el descrédito de una búsqueda de avenimiento que, en lugar de convocar a la paz, motivará el arranque de pavorosas hostilidades debido a la salida de unos delincuentes que harán de las suyas cuando dejen el calabozo con el amparo de unos farsantes disfrazados de diputados. Se apoyará en cualquier exageración, en el socorro de la tergiversación más grosera, en la pandilla más próxima, en las esquinas calientes de rigor, en cualquier lugar común que en sana lógica no se puede sostener, pero debe dejar sin efecto una norma en cuya inaplicación se le va la vida como dirigente político y como cabeza de la facción que detenta el poder.
¿Por qué esa ineludible necesidad? ¿Por qué Maduro actúa como si estuviera ante su apocalipsis, frente al  borde del abismo más profundo de su vida, y desde cuyo fondo no podrá salir? La represión que ordenó contra las manifestaciones de protesta sucedidas en febrero de 2014 ha sido de las más cruentas y condenables de la historia de Venezuela. Él estaba en Miraflores cuando se desataron las furias contra la muchedumbre indefensa. Manejaba el timón cuando cayeron muertos los estudiantes, cuando fueron apaleados centenares de jóvenes en Caracas y en muchas otras ciudades del país, cuando las cárceles se llenaron de inocentes que habían salido a luchar por una causa justa, o que se encontraban por azar en el lugar de los acontecimientos; cuando las madres clamaban por sus hijos desaparecidos o les curaban las heridas de las peinillas y los perdigones, cuando la compasión desapareció del mapa para dar puerta franca a la brutalidad. Gracias a la celeridad de las redes de comunicación y a las señales de pánico que se pudieron captar de forma inmediata, la sociedad se enteró de la existencia de un teatro de terror cuyos responsables quedaban condenados a penas fulminantes si no se las arreglaban para salir rápido del evidente atolladero.
En consecuencia, bajo las órdenes de Maduro, se dieron a la tarea de manipular las escenas de crueldad hasta el punto de convertirlas en los antípodas, es decir, en una operación comedida con el objeto de salvaguardar el orden desbordado según el cálculo de los enemigos de la patria. Entonces los demócratas se convirtieron en factores conscientes de destrucción y los verdugos se hicieron custodios compasivos del pueblo. No hubo persecución de los asesinos, ni de los violadores de los derechos humanos, o los buscaron en el sitio ocupado por los manifestantes. Como no existían evidencias susceptibles de apoyar la tergiversación de los hechos, las fabricaron de la nada o las obtuvieron mediante tortura. El caso del juicio de Leopoldo López, una de las causas más indecentes e insostenibles en la trayectoria de nuestros tribunales, resume la frialdad de las tramas que entonces fraguaron para salvar la responsabilidad del jefe del Estado y de sus secuaces en los desmanes de ese febrero trágico. Maduro y sus subalternos cambiaron la historia para lavarse las manos ensangrentadas que podían colocarlos, sin atenuantes, en el banquillo de los culpables.
La Ley de Amnistía encuentra origen en la memoria de esa cadena de crímenes sin castigo y en la necesidad de lavar la reputación de quienes fueron calificados como delincuentes de manera torva. Busca espacios para la concordia, absolutamente necesarios en la atmósfera de crispación que vivimos, pero también mueve los recuerdos hacia actos de inhumanidad que el régimen debe ocultar necesariamente. Maduro no puede permitir que el repaso de sus sombras le dé un trompicón mortal.

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