El príncipe
La mano que destituyó a Sofía Ímber y la echó del museo de su creación en medio de insultos e improperios no fue la del presidente Hugo Chávez; fue la mano de Manuel Espinoza, viceministro de Cultura y presidente del Conac, hoy convertido en el zar de la cultura venezolana, gracias a una compleja sucesión de movimientos ejecutados con la habilidad de un maestro ajedrecista y el cálculo de un avezado conspirador.
Manuel Espinoza es el verdadero factótum de esta remoción en masa cuya finalidad, más que torcer los derroteros de la administración cultural en Venezuela —siempre necesitada de debate y de mejoramiento—, parece ser la de acaparar un enorme poder personal expresado en la conformación de un grupo de funcionarios entrantes que —independiente de su solvencia profesional, técnica y ética, que no está en discusión— forman parte, con algunas excepciones, de un equipo de incondicionales de Espinoza.
Hasta el momento la jugada ha salido perfecta: Espinoza deja que Chávez haga su show de mastín enfurecido, que eche espuma por la boca y le ladre a todo el que pase, mientras él deambula sobre salones alfombrados en puntillas, descabezando liderazgos, sacando gente incómoda y colocando a sus candidatos en puestos claves. Mientras tanto, el nuevo proyecto que ha de orientar la cultura nacional brilla por su ausencia. Nadie sabe en qué consiste la Revolución Cultural Bolivariana, hacia dónde se desplazarán las funciones de los entes culturales sujetos a cambios en sus juntas directivas. Lo que sí se ve claramente es: la indeseable intervención del Estado en la cultura; que los cambios redundarán en la concentración de todo el poder del sector cultural en la persona del viceministro; y que esta personalización de la toma de decisiones contradice abiertamente el principio de autonomía de las instituciones consagrado en la Constitución Bolivariana. Si se respetara esa autonomía, las sustituciones y, en general, las vueltas de timón emanarían de los propios organismos culturales y no de un poder vertical que diseña las mudanzas y las anuncia al final valiéndose de un mecanismo perverso como lo es el pobre Chávez vociferando en su programa unos cambios con los que él no ha tenido nada que ver porque desconoce totalmente el sector y no le interesa para nada. Chávez no tiene idea de quién es María Elena Ramos o Yolanda Salas (salientes) y mucho menos de la existencia de Rita Salvestrini o María Elena Huizi (entrantes). Aquí el engañado es Chávez, él es el manipulado. Y es muy probable que ignore el hecho de que la señora Alicia Briceño, ex esposa del viceministro de Cultura, recién designada para dirigir Fundef, es objeto de una denuncia en la Defensoría del Pueblo, hecha por Higinia, una artesana warao que se sintió maltratada y abusada por la entonces directora de Artesanías.
Las groserías e intimidaciones de Chávez le vienen de perlas al viceministerio aspirante a controlarlo todo, porque así queda bien claro el mensaje: el gobierno quiere funcionarios que acaten lineamientos. Y si no, ya saben, al paredón. Ese es, precisamente, el procedimiento estalinista al que Gustavo Pereira, ex colaborador de Espinoza, alude en un críptico artículo, publicado ayer en El Nacional, donde se sirve de una cita de Isaac Deutscher, biógrafo de Trotsky, para hacer un retrato hablado de Espinoza. Allí Pereira esboza el perfil de un viejo comunista, formado en los dogmas estalinistas, que un día renegó de ese credo para unirse a sus anteriores enemigos y negociar una figuración relevante en el mundo al que estaba accediendo. Y en la actualidad, al verse premunido de poder, retoma sus antiguas prácticas autoritarias para imponer su voluntad y, de paso, exhibe de su vieja ideología frente a su actual jefe. «A menudo», cita Pereira a Deutscher, «une sus fuerzas a los defensores del capitalismo y aporta esa tarea la falta de escrúpulos, la estrechez mental, el desprecio a la verdad y el odio intenso que le fue imbuido por el stalinismo. Continúa siendo un sectario. Sigue viendo el mundo en blanco y negro [...]. En otro tiempo aceptó la infalibilidad del partido; ahora se cree infalible a sí mismo».
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