Yo soy

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sábado, 30 de marzo de 2013

Tal como en Tercer cuerpo, en El viento en un violín Claudio Tolcachir juega con planos de acción superpuestos en la escena y actores que no son actores, impostados o artificiales, sino personas que actúan casi naturalmente, de no ser por las luces y el público encima, una audiencia que parece husmear en la intimidad ajena. "Menos mal que mi vida no es así", parece escucharse en el silencio y las risas de la sala.


El argentino Claudio Tolcachir toca un violín roto

"El viento en un violín" reflexiona sobre la familia y su fragilidad

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El año pasado, la compañía sorprendió con "Tercer cuerpo"
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ÁNGEL RICARDO GÓMEZ |  EL UNIVERSAL
sábado 30 de marzo de 2013  12:00 AM
Ya la actriz principal ha derribado la llamada cuarta pared para dirigirse al público con una reflexión. Una nota aguda y sostenida de un violín anuncia la locura... 

A la derecha del público, en escena, Lena y Celeste juegan en una cama y hablan de su necesidad de tener un hijo para ¿consolidar su relación?. En otro punto del escenario, Mercedes se levanta sobresaltada de su cama, a todas luces está retrasada y se viste a toda prisa; la señora de servicio, Dora, la apoya incluso, hasta en la excusa que va a decir; Mercedes es una esquizofrénica, eso está claro desde el principio, que domina la vida de su hijo Darío... ¿porque lo ama? Tercera zona de luz en el escenario: Darío no está en casa, sino en la terapia. Su psicólogo lucha para no dejarse arrastrar por un joven dependiente de su madre, con una vida sexual irregular, mitómano, en fin, la última persona en la que este confiaría porque al fin y al cabo es su paciente... ¿O no? 

Tal como en Tercer cuerpo, en El viento en un violín Claudio Tolcachir juega con planos de acción superpuestos en la escena y actores que no son actores, impostados o artificiales, sino personas que actúan casi naturalmente, de no ser por las luces y el público encima, una audiencia que parece husmear en la intimidad ajena. "Menos mal que mi vida no es así", parece escucharse en el silencio y las risas de la sala. 

Pero más allá de la puesta en escena, Tolcachir tiene un discurso, quizás la radiografía de la familia latinoamericana, sostenida por una madre todopoderosa -o al menos eso se cree-pero en el fondo, tan irresponsable como sus hijos. 

El dramaturgo muestra una cadena donde hay un eslabón extraviado, no se sabe dónde comenzó el círculo vicioso: Dora, la señora de servicio, es casualmente la madre de Celeste, la novia de Lena, quien somete a Darío con una navaja, para que fecunde a su pareja. Dora sobreprotege a Celeste porque de niña le dijeron que no viviría mucho tiempo, le permite incluso que viva con su novia en casa y mucho más... Pero además, Dora ha acompañado a la señora Mercedes en la tarea de apropiarse de la vida de su hijo, Darío. 

Tolcachir deja al descubierto las contradicciones y la fragilidad no solamente de los seres humanos en la construcción de su propia personalidad, deseos y acciones, sino lo débiles que son los vínculos externos, las mentiras que soportan esos nexos, las motivaciones y sentimientos inherentes. 

Al final, Lena no quiere un hijo porque ame a Celeste, sino porque perdió uno y quiere llenar un vacío; Mercedes no ama a su hijo, lo culpa porque "mató" a su gemelo ahorcándolo con el cordón umbilical; Dora cree amar pero en realidad es cómplice de los desequilibrios e inmadurez de su hija, y de la relación que mantiene con Lena, e incluso consiente la llegada de un tercero (Darío) y hasta un cuarto, el nieto, con el que debe comenzar su tarea de crianza desde cero. 

Sí, así es, parece que allí está el eslabón perdido (¿podrido?), en esa abuela cargando un hijo que no es de su hija, ni de su pareja, ni del que prestó su semen, sino de la irresponsabilidad, de los caprichos y las acciones incorrectas que pasan sus facturas. 

Los productores han dicho que son perdedores que ganan un poco, pero en realidad parece poco alentado el futuro de un niño criado en tales circunstancias.

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