Yo soy

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viernes, 22 de noviembre de 2013

¿Quién es Antonio Constante?

Antonio Costante, el hombre de teatro: un pez entre dos aguas

Por Prodavinci | 13 de Noviembre, 2009

antonio-constantePor Guadalupe Burelli



















Quienes lo conocemos desde el ámbito de la
cultura, particularmente de las artes escénicas:
del teatro y de la ópera, nos sorprendemos al
descubrir que esa pasión, a la que ha dedicado
buena parte de su vida, no es el eje central de
su actividad productiva. Antonio, paralelamente,
o mejor dicho, principalmente, es un comerciante
de la rama automotriz. Es un experto en
motores, lo que podría contrastar con su
estimable cultura, con la finura intelectual,
con la agudeza de sus comentarios y el don







de gentes con el que acoge a quienes tiene cerca. Su casa, que
asciende vertical desde un jardín frondoso por el que puede verse
la textura de Caracas, es un espacio colmado por el arte. Un mural
de su entrañable amigo, Pedro León Zapata, preside el ambiente
donde Costante, siempre acompañado por Rita, su mujer, se
entrega con generosidad a la amistad y, puedo decirlo con
propiedad, es una anfitrión que no defrauda.
¿Dónde naciste y cómo era tu entorno familiar en Italia, 
antes de venir?
Al igual que la mayoría de la inmigración de los años 50, provengo
del sur de Italia, específicamente de una región llamada Basilicata,
que también se conoce como Lucania. Es una región pequeña y poco
conocida, cuyo principal producto de exportación desde siempre fue
la emigración. Mi pueblo es pequeño y montañoso, rodeado de pinos
y picos rocosos, famoso por su aire fresco y balsámico, una excepcional
agua de manantial y un paisaje agreste pero de notable y esquiva
belleza. Su nombre, Pescopagano, deriva del latín, y quiere decir
«roca pagana», sin embargo, a pesar de su toponimia ancestral, es
todo menos pagano; situado a mil metros sobre el nivel del mar, es
un pueblo de escasas dos mil almas, muy católico, con una media
docena de iglesias, muchos curas y de comprobado apego a los
preceptos cristianos.
¿Cómo era tu contexto familiar?
Pertenecí a la «oligarquía» del pueblo, por ser hijo y nieto de artesanos
y no de campesinos, diferencia enorme en ese contexto. Por el lado de
la familia de mi padre había profesionales, maestros, curas, es decir, la
clase privilegiada, en una tierra de ínfimos privilegios. Pero la guerra se
interpuso en mi niñez. Mi padre, al igual que muchos de los padres de
muchos de mis coetáneos -atendiendo los delirios imperiales del duce- ,
fue enviado a Etiopía a imponer la civilización itálica, sobre la barbarie
del negus Hailé Selassié y sus hordas de negritos descalzos y hambrientos.
Tenía yo un año cuando se fue y siete al terminar la guerra. Lo conocí a
los nueve, cuando regresó de Escocia, liberado por los ingleses, que lo
habían hecho prisionero de guerra en Addis Abeba.
¿Qué recuerdos tiene de ese primer encuentro?
Al regreso me trajo de regalo una pluma de plumilla marca Waterman’s,
porque le habían dicho que yo era buen estudiante: ése fue mi primer
símbolo de estatus; el segundo sería un balón de fútbol argentino, regalo
de un tío que vivía en Buenos Aires, que me convirtió en un pequeño y
ambicioso aristócrata, ya que gracias a mi balón pasamos de la pelota
de trapo al mítico balón de cuero con cámara de aire, que lo hacía volar
hasta el firmamento.
¿Y de esos días de guerra?
Con el regreso de los veteranos, el pueblo quería borrar la tensión
que ocasionaba el clarín del cartero cada vez que repartía las cartas
que llegaban desde los distintos frentes; eran momentos de felicidad
y dolor porque a la algarabía familiar por las buenas nuevas se
mezclaban
los terribles gritos de dolor por el anuncio de alguna muerte. Uno de
esos gritos permanece en mi memoria como una temprana manifestación
de la muerte: ese remoto día, estaba nevando mucho -cuando nieva
se produce un silencio particular, un silencio retumbante pero sordo a
la vez que es como un silencio con eco- y yo estaba con un amiguito
cuando de pronto se escuchó un grito desgarrado: era la mamá de mi
amigo, desde ahora huérfano.
¿Cuando decide su padre emigrar a América?
Poco habría de durar la felicidad de las jóvenes madres y los
matrimonios apenas consumados estaban destinados a seguir tales
porque la guerra había arrasado aún más con la tradicional precariedad
de la economía meridional. Los sueños imperiales de Mussolini, al
igual que sus estatuas, se habían derrumbado, y el Plan Marshall,
esperanza de los derrotados, no llegó tan al sur. Así que, finalizando
los 40, y sin todavía haber entrado los 50, una vez más aparece en el
horizonte la única salvación: el éxodo, la emigración, otra vez la hemorragia
social que desangraría al país y abonaría otras tierras desconocidas.
Los mapas de esa nueva diáspora son los de Australia, Brasil, Canadá y
Venezuela. Centenares de miles incrementan el tráfico de los mares y
alivian la carga del país, que en menos de una década empezaría su
extraordinario «milagro económico», que continúa su ascenso hasta
nuestros días.
Entre esos centenares de miles, está mi familia y con mi familia
estoy yo.
¿A qué edad llegaste?
Escasos diecisiete años, junto a mi madre y a mis hermanos de seis
y de tres. Un año más tarde nacería mi hermana. Mi padre vino antes.
Ése era el sistema. Primero venía el padre y luego llamaba a la familia.
Ése era, más o menos, el modus operandi del plan de inmigración de
Pérez Jiménez. Y luego hacerse a la mar, para «hacer la América».
¿Cuanto tiempo después?
Cuatro años aproximadamente
¿Qué recuerdos tienes del momento de la despedida de tu mundo?
Estaba nevando, el piso estaba congelado, debido a eso el autobús que
nos llevaría a la estación de trenes se deslizó porque estaba en una
pendiente muy pronunciada y nos dimos un gran susto. Una señora de
riguroso negro anunció un mal presagio. Por fin el autobús se alejaba
del pueblo y volteé hacia el parabrisas trasero pero estaba tapizado de
escarcha y no se veía nada. Desde la ventana lateral se podía ver a
través de la nieve cómo se alejaban las últimas casas del pueblo.
Poco después, ya en el tren, sentí una sensación extraña, como la de
un vacío, un olvido, una interrupción. La nieve seguía su exhibición.
El pito del tren, el ruido metálico, el movimiento, miro a mi madre
conteniendo el llanto, mis hermanitos ansiosos, mi abuelo que era
nuestro acompañante trataba de no abandonar su rol de protector;
una larga mirada a través de la ventana, y me sentí protagonista de
una película rusa. Luego, el mar…
¿Al ustedes llegar, ya tu padre se había establecido? ¿Había 
creado una base?
Sí, muy entre comillas, porque en tan poco tiempo y sin la suerte de
su parte, no había logrado una buena posición. Mi padre era zapatero y
trabajaba para otros. A mi padre nunca le fue bien en su oficio porque
tenía alma de artista, y quería poner su sensibilidad también en la
elaboración del calzado, ofrecía calidad a un mercado que quería
cantidad
y obviamente el diálogo con sus patronos era un diálogo de sordos.
Esa posición de orgullosa defensa de su oficio, la ilusión de creer
que al final un producto prestigioso se impondría, era un síntoma de
incomprensión de los nuevos tiempos y de las exigencias de una
sociedad distinta a la que él estaba acostumbrado. Mi padre, a pesar
de los pocos estudios, era persona de buenas lecturas, de buen escribir,
una persona que en otro medio y en otra época hubiera transitado los
caminos de la creación más que los de la zapatería.
Un viaje, muchas ilusiones… ¿Cómo fue la primera impresión de Venezuela?
Yo creo que el combustible del barco era la ilusión más que el gasoil.
Todavía recuerdo esa masa de desheredados anhelantes de una
ambicionada prosperidad, haciendo cálculos sobre inminentes riquezas
y éxitos garantizados. Sin embargo, la realidad es madrastra y por cada
triunfo se cobra muchos fracasos, así sea en América, donde las calles
son de oro puro y es siempre primavera. Serían las cinco de la mañana
cuando, asomados a las barandas de los puentes de tercera clase, vimos
miles de parpadeantes lucecitas suspendidas de la silueta de la montaña
todavía en penumbra. Era un sugestivo espectáculo matutino que
auguraba un nuevo mundo sorprendente, hermoso y, sobre todo, rico.
La luz del día se apropiaba lenta e inexorablemente de la nocturnal fantasía;
las inquietas lucecitas no tardarían en apagarse, las montañas se mostraron
menos idílicas, con sus ranchos, con su escasa vegetación y con su
tierra de color rojo. Alguien inmediatamente pontificó: que ese era el tipo
de tierra de donde brotaba el petróleo. Un plomero dijo tener un plan de su
invención, para extraer petróleo basándose en la ley física de los vasos
comunicantes. Un campesino, marcado en la cara y en las manos con
todas las cicatrices de una vida enemiga, preguntó cándidamente si con
picos y palas se podría «cultivar» el petróleo. Yo en silencio, llegué a la
conclusión de que el nuevo mundo era rojo y que me decepcionaba.
Y así fuimos entrando al muelle, vimos gentes de todos los colores, y
vimos una cantidad enorme de militares de mirada hostil y muchas armas:
eran guardias nacionales al servicio de una dictadura de la que no
sabíamos nada, ni tampoco nos hubiera importado nada. Pero lo que
más
me impresionó fueron unos negrotes brillantes de sudor porque estaban
descargando un barco; creí estar viendo una escena que había leído
en un libro de Salgari. ¿Sandokán o Los Tigres de Malasia, tal vez?
No sé, pero sentí la sensación de haber entrado en un libro del famoso
autor.
¿Ya entonces eras un lector?
Sí, fui un lector precoz, mi tío cura me hizo leer a Rudyard Kipling, Emilio
Salgari, Mark Twain, así como vidas de santos, etc. Leía también una
revista para niños que se llamaba El Correo de los Niños en el que
publicaban por entregas novelas famosas con el lenguaje del Fumetto 
o Comix. Gracias a esa revista infantil, pude leer en edad temprana
clásicos como David Copperfield, Oliver Twist y Las Aventuras de 
Tom Sawyer, etc. También devoraba las fotonovelas que leían mi mamá
y mis tías, una de esas revistas se llamaba: Grand Hotel y otra Bolero 
Film, fueron grandes fenómenos editoriales de la posguerra. Pero lo
que más me enorgullece es el haber leído Los miserables, el librote
grandote, no una versión en suplementos, a los doce años, gracias
a la ausencia de la televisión.
Vamos a retomar su propia novela, volvamos al puerto…
Entre mi padre y mi tío trataron de explicarme por qué debía comportarme
muy bien porque el gobierno era muy severo sobre todo con los
extranjeros y me mostraron algunos periódicos con el presidente
Marcos Pérez Jiménez vestido de blanco y adornado de cordones y
tiras doradas por todas partes. Me pareció que era un tipo muy cómico.
Era el año de gracia de 1954.
¿Llegaron directamente a Caracas? ¿A qué parte?
Llegamos a Catia, y los primeros descubrimientos importantes fueron
las galletas María, la leche Silsa, la Pepsi y la colita Grappette. En aquella
época, Catia era un sector normal y muy «vivible». El este, muy poco
urbanizado para la época, se empezaría a construir en esos años.
Catia recibió una gran cantidad de emigración europea. Se les veía
pasear por la avenida España que era un eje entre la plaza Catia y la plaza
Pérez Bonalde. Una pequeña Broadway llena de cines con perfiles
específicos de programación: el cine México, películas mexicanas; el
cine España, mexicanas y argentinas; el Pérez Bonalde, europeas y
norteamericanas; el Catia, películas horribles en general. Los cines
despedían un olor verdaderamente nuevo para mi olfato: la fragancia
de las cotufas. En mi «quinta avenida» que fue la avenida España,
estaba el célebre Almacén Americano, en cuya vitrina contemplé extasiado
la primera imagen de televisión. Varios restaurantes italianos, pastelerías,
heladerías, y al final un recién inaugurado mercado cubierto muy bello
con increíbles exquisiteces italianas, a precios exquisitamente ridículos.
Iba al mercado con mi padre y me sentía orgulloso del trato que le daban
los vendedores, unos lo llamaba «marchante» que yo lo entendía como
marchand y otros «musiú», que yo entendía comomonsieur. Yo había
estudiado un poco de francés, y entonces llegué a la conclusión que
si a mi padre le dan un trato en francés, que es lenguaje de personas
importantes, quiere decir que él es importante. Eran tiempos modestos
pero esperanzadores, no había el espejismo de la riqueza al alcance
de la mano y, sin embargo, no había buhoneros ni mendigos. Sólo recuerdo
a los vendedores de escobas, los vendedores de lotería y los zapateros
árabes que inexplicablemente todavía se oyen por alguna urbanización,
aunque nunca los he visto trabajar.
¿Te gustaba vivir en Catia?
Cuando se produce un trasplante tan radical en la vida de una familia,
como es el emigrar a mundos lejanos y desconocidos, no se pueden
considerar factores de gusto o no gusto, es eso y basta. Me tenía que
gustar y afortunadamente me gustó. Mi primer trabajo fue en Catia, mi
primer amigo venezolano lo conocí en Catia, mi primer amor en español
 fue en Catia, el descubrimiento del rostro oculto de la luna, por veinte
bolívares tout compris… fue en Catia. Siete años más tarde emigré a
Colinas de Bello Monte -la mejor urbanización de Caracas, mi arcadia-,
que no cambiaría con nada.
¿Desde entonces vives en esta casa?
No, los primeros años los viví en apartamento en la parte baja de Colinas,
cerca de la avenida Miguel Ángel. Por cierto, Colinas siempre ha sido
una pequeña Atenas, con ilustres habitantes que van desde Mariano
Picón Salas, Fernando Paz Castillo, Alfredo Armas Alfonso, Osvaldo
Trejo, Gego, Sánchez Peláez, Miguel Arroyo, Inocente Palacios, y
una larga corte de otras eximias personalidades.
Luego me casé con Rita, también artista y compañera de varias décadas
de vida afectiva y creativa. Vinieron dos hijos, Nilde y Ernesto. El 27 de
julio de 1967 nos sacudió el terremoto. Ernesto tenía veinte días de nacido
y, en el terror de esos infinitos segundos, me comprometí interiormente
a un reto, un enorme reto: construir una casa con la ilusión de estar a
salvo de los terremotos. Me juré que la construiría así tuviera que
duplicar todos mis esfuerzos para lograrlo.
Nos mudamos aquí, en la parte alta de Colinas en 1971, cuando esto
era un lugar en el que sólo estaba el Club Táchira y otra casa de gran
valor arquitectónico, pero a la vuelta de cuatro o cinco años esto se llenó
de casas y edificios, con velocidad delirante. Claro, eran los tiempos
de la «Venezuela Saudita », o de la «Gran Venezuela», o como queráis.
¿Seguiste estudiando al llegar a Caracas?
Yo estaba estudiando en Italia en lo que se llaman escuelas medias,
que son una especie de prebachillerato, pero con una orientación hacia
lo industrial, hacia la parte tecnológica, como una escuela industrial
donde además de los estudios normales nos enseñaban cómo trabajar
con el torno, cómo utilizar las herramientas, etc. Todo esto fue
interrumpido por el muy anhelado viaje a Venezuela.
¿Anhelado?
Sí. Anhelado porque a mí aun en edad temprana el pueblo me quedaba
estrecho, me sentía limitado, quería huir, quería hacer un viaje en tren
que llegara hasta el mar, no quería seguir escuchando el silencio
atávico de los pueblos del sur, no quería seguir viendo mujeres vestidas
de negro, quería ver gente elegante, mujeres maquilladas bailando boogie 
woogie, ver ese mundo que sólo estaba en mi mente y en las revistas de
moda que leían mis tías y mi mamá; quería deshacerme de la atmósfera
de guerra que había signado nuestras vidas por muchos años.
Eran tantas las ganas de abrirme al mundo que casi ocasiono una
tragedia familiar.
¿Cómo es eso?
La historia es así: cuando las tropas americanas camino al norte
pasaron por el pueblo, todos los niños empezamos a perseguirlos
para que nos dieran los ambicionados y desconocidos chiclets o
chocolate o lo que fuera, y en un momento en que unos de los tanques
se detuvo, me subí a él e inmediatamente siguió su recorrido conmigo
a bordo, feliz y dueño del mundo, hasta que un manotazo de un tío
me arrancó de la cima del mundo, y seguidamente se desarrolló
una escena bastante neorrealista.
¿Reanudaste tus estudios aquí?
No, aquí no estudié nunca nada, excepto el inglés y me jacto de
escribir un español…
¿Impecable?
No exageres. Si no impecable, tampoco deleznable. Soy pretencioso
con eso, soy un autodidacta en los dos campos. He mantenido el
italiano -que también escribo muy bien- sin mayores estudios formales.
Mi «autodidactismo» -¿se dice así?- se lo debo a mi voraz y sistemático
apetito de lecturas y a una curiosidad ilimitada en los distintos
campos de la creación humanística. Fundé mi propia universidad
-un alma máter por mi creada- constituida por un grupo de amigos-
mentores que elegí como maestros de vida, y de los que he absorbido
mucha de la linfa vital que ha determinado mi vida artística y mi vida
cotidiana. Son personas a las que sistemáticamente he «canibalizado »
a través de décadas. Les soy deudor de mi formación por pequeña
o grande que ésta sea, y de no haber existido ellos, habría hecho
menos camino al andar…
¡Qué bien está eso, es como una aspiración ideal! Ya volveremos sobre eso.
 Vamos a seguir con la cronología… Entonces, al llegar a Venezuela a
 los diecisiete años tú te pusiste a trabajar.
Sí, sí, había que trabajar, había que ayudar en todo, además mis
 hermanos eran mucho más pequeños. Yo, que era pequeño, trabajé
en un taller metalúrgico bastante horrible hasta llegar a una empresa
de gran prestigio para la época: Maquinarias Mendoza. Después entré
a la General Motors, que era un puesto muy ambicionado por ser una
compañía americana y existía el mito, tú sabes, de las compañías
americanas. Y, en efecto, era una maravilla. Cambiaba carro todos
los años, porque pagábamos una suma irrisoria por los carros que
utilizaban los altos ejecutivos norteamericanos.
¿Qué hacías allí?
Trabajaba en una oficina relacionada con motores industriales utilizados
en la industria petrolera y de la construcción, etc. Era un departamento
que combinaba ingeniería y ventas. Fue un empleo extraordinario que
me sirvió de herramienta para independizarme a los pocos años.
¿No tuviste dificultades para insertarte en el país al llegar?
No, para nada.
¿Cómo llegaste a ese trabajo?
Gracias a mi trabajo en Maquinarias Mendoza, y gracias sobre todo
a mi jefe, un margariteño que tuvo a bien creer que yo valía algo y
me facilitó el camino para mi superación. Ramón Espinal se llamaba,
mi vida sufrió un giro que habría de transformarme radicalmente.
Todo comenzó en Puerto Rico.
¿Cómo que en Puerto Rico? ¿No estábamos en Caracas?
Sí, estábamos. Pero, gracias a mi protector, fui escogido para hacer
un curso de un mes sobre maquinaria industrial de una famosa marca
norteamericana, en Puerto Rico, que para mí era como decir la luna.
Era muy joven y demostraba menos edad, ganaba doce bolívares
diarios en esa época; consideré por lo tanto que el mundo era mío
y hacia él fui en un avión de Iberia, rumbo a San Juan de Puerto Rico.
 A las pocas horas estaba ya instalado en una lujosa habitación del
Hotel Caribe Hilton, que era un hotel de moda donde había estado
hacía poco Elizabeth Taylor, que se había casado con un Hilton.
Cumplí veinte años y lo celebré en el Caribe Hilton, no con Elizabeth
Taylor, pero estuve muy bien acompañado con una pródiga nativa.
Allí estaba a cuerpo de rey, y yo me dije: ¡Pero este mundo es preferible
al otro, o sea, al mío! Éste es el que me gusta y en esto voy a funcionar.
Entonces, como hablaba un poquito de inglés porque lo estaba
estudiando, comencé a perder el temor y me fue de maravilla.
¿En qué año estamos? ¿Qué estaba pasando entonces?
Corría 1958, Betancourt había ganado las elecciones, estaba de moda
la canción «Volare» y el bolero «Bájate de esa nube». La democracia
se asomaba a nuestras vidas. Mi vida cambiaría por motivos
cronológicos y por una ambicionada emancipación que presentía posible.
Siempre me pregunto cómo es posible que unos pocos días puedan
cambiar -para bien o para mal- la vida de un individuo. Ciertamente,
es un misterio, una dinámica que mueve engranajes desconocidos en
función de un cambio de ruta en la vida. Algunos lo llaman destino,
otros azar, otros suerte, o simplemente casualidad; pienso que hay
un poco de todo eso, y que uno, cual planeta, está alineado con otros
planetas, que favorecen un cambio.
¿Cuál alineación astrológica se configuró para que desde tu modesta 
posición fueras catapultado a un mundo desconocido y aparentemente 
inalcanzable? ¿Crees en los horóscopos?
No. Pero los leo. El mundo gira y uno gira con él, en ese girar cósmico
se van presentando cosas que el instinto selecciona con acierto o
desacierto, al fin y al cabo es la vida y sus circunstancias las que nos
determinan y no viceversa. Creo que mi instinto fue mi aliado.

¿Crees entonces que ese viaje definió en ti un cambio de
comportamiento y el interés en un nuevo estilo de vida?
Sin duda, demasiadas cosas en demasiado poco tiempo contribuyen
a que veas qué hay detrás de las puertas. Es difícil no sufrir una
transformación cuando se tienen veinte años, se ganan doce
bolívares diarios, se vive en Catia y de repente te instalas en un
hotel Hilton «camaleonando» con un tipo de gente que sólo
había visto en películas americanas.
A propósito de eso, te cuento una anécdota que me pasó a los
pocos minutos de cerrar la puerta de la habitación del hotel: sobre
una mesa había una cesta de frutas, coronada por una espléndida
piña que agarro como para observarla de cerca, pero
sorprendentemente se desmorona y se convierte en muchos
cubitos perfectamente cortados. Estaban unidos como en un Lego
creado por un escultor cubista. Debí pensar que a lo mejor una piña
no es una piña, una piña, una piña… Tal vez ese hecho curioso
me activó la glándula del hedonismo.
Que llegó para quedarse… Volvamos a Antímano, a la General Motors. 
¿Cuánto tiempo estuviste trabajando allí?
Estuve cinco o seis años, pero fue la base de mi conocimiento en el
trabajo que habría de emprender y que todavía hago. Tengo aún la
empresa que fundé hace 40 años con mis hermanos que eran
pequeños.
Trabajamos desde ese momento todos juntos y se mantiene
perfectamente. Bueno, ahora con la crisis acentuada, es una
cosa pequeña, pero muy bien manejada. Uno de nuestros
clientes más antiguos es alguien que tú conoces: Giacomo
Clerico, a quien le tenemos un enorme aprecio.
¿Y ustedes se mantuvieron como familia vinculados a la colonia 
italiana o inmediatamente se relacionaron con venezolanos?
Mi padre sí, un poco. Yo no tanto, porque el razonamiento que me
hice fue el siguiente: estamos aquí sin boleto de regreso, estamos
en un país que será el tuyo en las buenas y en las malas, entonces
tienes que integrarte a ese país, ser un ciudadano de ese país, sin
que eso signifique dejar de ser lo que eres como persona
proveniente de otras latitudes.
Me desligué bastante, porque no quería hacer el papel de «emigrante
profesional», añorante de un pasado brillante en su tierra de origen
y que nunca fue tal. Nunca sentí la nostalgia del inmigrante, el folklore
melodramático del emigrante que pasa la vida resaltando lo
mucho que trabajó… Para mí lo que hay que resaltar es la creatividad
de ese trabajo, más que la cantidad del trabajo; en eso de la creatividad,
la colonia italiana ha demostrado su extraordinaria capacidad creativa
en todos los campos, ésa es la inmensa herencia que la comunidad
italiana lega a sus descendientes y al país que los hospedó. Esa obra
es un monumento de integración al que ha contribuido desde el más
anónimo obrero al empresario que tuvo que inventar empresas
modernas a partir de la nada. Todos hemos trabajado muchísimo,
pero no hay que hacer tanta insistencia en eso, porque al fin y al
cabo esa era la única opción y había que asumirla. A mí no me
gusta vivir en ghettos, pero eso no significa que no haya asumido
 mi rol de integrante de la colectividad ítalo-venezolana. No soy un
gran frecuentador «físico» de la colectividad, sino en circunstancias
específicas.
¿Cuáles son esas circunstancias específicas?
Mi presencia en la colectividad fue y es a través de la cultura. A
comienzo de los años 60 fundé, junto a Álvaro de Rossón, un grupo
de teatro que funcionó en el Instituto Italiano de Cultura, con sede en
el edificio del Conservatorio Italiano de Música, del maestro Corrado
Galzio. Hicimos teatro de autores italianos en español y en italiano,
pero no dirigido específicamente a la colonia, sino más bien al
contrario, pues la idea era mostrar eso a la gente de aquí, y creo
que fue un trabajo importante, que ahora está olvidado porque el
tiempo pasa.
¿Cómo comienza tu actividad en el mundo cultural, en el teatro, 
tus relaciones con las personalidades de esa área?
Yo desde muy pequeño tenía una inclinación en ese sentido, debido
quizás a que en mi pueblo había una considerable presencia intelectual.
Ese grupo, junto a otra gente del pueblo, pertenecía a una institución
muy italiana: la «Filodrammatica», que no es otra cosa que un grupo
teatral de aficionados. Ese tipo de agrupación estaba presente en
toda Italia, sobre todo en los pequeños centros. Asistí a una
representación del gran drama de Schiller Los bandidos, y quedé
fulgurado por la magia del teatro. Tendría ocho o nueve años.
Periódicamente siguieron otras representaciones de grandes textos
del teatro universal, y la enfermedad incurable del teatro me invadió
para siempre.
¿Entonces entraste por la puerta del gran teatro?
No. Fueron varias las puertas que contribuyeron a traspasar la puerta
grande. En el sur de Italia, más específicamente en mi región, siempre
ha existido una notable actividad de representaciones teatrales
asociadas a ritos como los solsticios, cosechas, carnavales, etc.,
es una forma de teatro popular, rústico, que mezcla lo sagrado y lo
profano con inocente ligereza. Los estudiosos piensan que estas
representaciones tienen un origen remoto que se remonta al período
precristiano, como fue el teatro greco-latino. En esa forma de teatro
se desarrollaron las Atellanaes, un tipo de teatro jocoso e irreverente,
antepasado de lo que luego sería la Commedia dell’Arte, y de allí,
con las debidas transformaciones, se mantuvieron en el tiempo,
especialmente en época carnavalesca. El carnaval en toda Italia
es una extraordinaria muestra de teatro popular que tiene una
gran vigencia todavía en nuestros días. Ejemplos como Venecia,
Viareggio, etc., todavía suscitan enorme interés.
Descubrí el teatro a través del carnaval, que en mi región es muy
variado y va desde el travestismo al disfraz vulgar que oculta a
personas de mal proceder, desde la copla soez hasta la comparsa
con un tema central.
¿Y cuál fue tu relación con esos espectáculos?
Bueno, fui escritor, actor y director de comparsas que buscaban
arrancar lágrimas incontenibles a mi público femenino de madres,
tías, niñas y jóvenes doncellas que comenzaban a inquietarme.
Pero si yo hurgara freudianamente en qué momento el virus del
teatro se alojó en mi ADN, llegaría a la conclusión que debe haber
sido cuando vine al mundo de mano de una partera vestida de negro,
rodeada de otras mujeres vestidas de negro, en un cuadro que
nos lleva al clásico coro griego, que en este caso comenta el llanto
del niño con augurios de larga vida. Al emigrar, todas esas
inquietudes y vivencias se disiparon. Atrás quedó mi pequeño mundo.
Había llegado el momento de crecer, afrontar la vida, en mi nueva
situación, hablar de teatro era tabú.
Pero siempre lo tuviste contigo.
Interiormente sí. El teatro quedó en letargo, hasta que me topé con
una persona muy significativa en mi vida: mi jefe en la General Motors,
quien me propuso hacer teatro en el club de empleados, ya que
 había varias personas interesadas, tal vez inspiradas por los
grandes jefes de los varios departamentos, que hacían teatro en
inglés en el Caracas Theater Club.
¿Quién era él?
Se llamaba Dionisio Abreu. Canario de origen, persona sensible y muy
culta, compartía sus dotes de ejecutivo con las de pianista, conocedor
de religiones hindúes, de vastas lecturas y de profundo amor a la
 música. Me hizo leer Juan Cristóbal, de Romain Rolland, a Tagore,
y otros autores fundamentales. Realmente fue un personaje muy
interesante.
A él le debo mis comienzos en el campo artístico y a otro canario-
venezolano, Álvaro de Rossón, el descubrimiento del teatro como la
integración de las varias artes que me abrió un nuevo camino por el
que nunca había transitado: el ver y vivir la vida a través de los
ojos del arte.
A partir de entonces empiezas a relacionarte con el ámbito 
cultural venezolano…
Sí, por cuatro décadas, en las que he participado activamente en
las actividades del Ateneo, del Nuevo Grupo, del Teresa Carreño.
Siempre de manera paralela con tu trabajo comercial.
Sí, y es una cosa de la cual yo me quiero autofelicitar, porque son
dos
cosas absolutamente distintas. Mi amigo Rubén Monasterios, me
decía: «Psicológicamente no puede ser que tú tengas éxito en dos
cosas tan distintas». No creo ser el único, pero ciertamente no es
muy corriente. La juventud permite realizar cosas inalcanzables
en la
madurez. Hoy en día me sorprendo conmigo mismo de lo que fui
capaz de hacer. Estaba recién casado, trabajaba todo el día,
ensayábamos de noche, y muchas veces Rita, que era la actriz de
casi todos mis montajes, tenía que ensayar hasta tarde con los niños
pequeños detrás del escenario. Claramente, a mis hijos esa situación
no les debe haber gustado, porque ni de lejos siguieron nuestros pasos.
Pero es, sin duda, una demostración de que con una serie de
combinaciones, unidas a capacidad y ganas de trabajar, se puede
 lograr
el pequeño milagro de vivir la vida que quieres vivir.
¡Qué felicidad cuando se logra poder ser exitoso desarrollando 
dos cosas distintas pero que igualmente te gustan!
Sobre todo porque con el solo amor al arte no se vive. Yo quería vivir
bien para realizar mis sueños como artista, en el mejor de los mundos
posible, ya que a mí la única bohemia que me gusta es la de Puccini.
¡Eso me parece muy coherente contigo! ¿Cómo conociste a Rita?
En una oficina de las Galerías Bolívar, edificio icono de los 60 y 70
que era espacio obligado para los que nos sentíamos cosmopolitas.
Cuéntame qué significaba ser cosmopolita en esa Caracas.
Sentarse en el Piccolo Caffé» era como estar en la Via Veneto, por
la concentración de italianos que en esas mesas, entre un café y un
Campari, construían fantásticos castillos en el aire. Comer en el
viejo Coq d’Or, nos ahorraba un viaje a París. Comprar exquisiteces
en Il Bottegone era imperativo para los pocos sibaritas que se
asomaban a nuevos refinamientos.
Retoma el camino hacia Rita…
Un italiano habitué del Piccolo me pidió que lo acompañara al
séptimo piso, para que conociera a una muchacha italiana que él
estaba cortejando. No lo logró. A los pocos días estaba saliendo
conmigo y un siglo después lo sigue haciendo. Rita es hija de
piamonteses y sus padres habían ido primero a la Argentina antes
de venirse para acá. El papá era un poco aventurero -no el inmigrante
en el sentido típico de cómo vinimos aquí la gran mayoría- así que
su venida no fue tanto por necesidad, sino más bien por el interés
explorar otra cosa que vino.
¿Mantuvieron ustedes contacto con Italia?
Lo hubo mucho cuando estaban vivos mis padres, después fue
muriendo la gente de allá y el tiempo fue desenfocando nuestro
pasado. El año que mi padre murió había insistido en irse de
vacaciones al pueblo. Mi madre no estaba muy de acuerdo porque le
preocupaba su condición de diabético, pero no hubo forma de
detenerlo y se fue. A los pocos días murió, supongo que serenamente,
tal como inconscientemente lo había querido. Mi mamá sí murió aquí.
¿Qué te sientes tú, Antonio?
Yo me siento como un híbrido interesante. Me siento realmente -
como escribí en un artículo que tuvo mucho éxito- como un bígamo
que vive entre dos amores: el amor primigenio y el amor elegido.
Porque no me considero puramente italiano ni puramente venezolano,
sino un conjunto de dobles vivencias que se mueven muy bien en
ambos sentidos. Considero un privilegio el disfrutar y mantener esa
visión dual de mi vida; es de una riqueza extraordinaria, la defiendo y
la mantengo así. No tengo por qué negar ninguna de las dos cosas,
ni parcializarme por ninguna, sino vivirlas intensamente las dos.
¿Cómo sientes que se te considera en Venezuela?
Más que nada como venezolano, pero un venezolano con ciertas
particularidades, pero venezolano. Alguien conocido en el ámbito
cultural, como otros, por ejemplo: Pasquali, Gasparini,
Armitano, Galzio, que aunque de nombres foráneos son gente de aquí.
Son intelectuales totalmente comprometidos con el país, sin haber
borrado de su existencia el origen del cual provienen. Este país me
recibió magníficamente bien. Le debo todo a este país, como no le
debo tanto a Italia, excepto los fundamentales códigos adquiridos
en los primeros años de vida, que son los que determinan el futuro
comportamiento de la gente. Soy producto de mi origen y soy
producto de mis cincuenta años en el país tratando de ser útil y
retribuir lo que me ha sido concedido.
¿Y tus hijos?
Mis hijos… La hija, que es la mayor, es médica dermatóloga, y
mi hijo se graduó en informática, pero prefirió los negocios que
comparte con la fotografía artística, como egresado del taller de
Roberto Mata, y la gastronomía, emprendida de la mano de Sumito
Estévez. Ambos tienen doble nacionalidad y, fíjate la curiosidad,
justamente anteayer al nieto, que tiene un año, le dieron el
pasaporte italiano porque no hay pasaportes venezolanos.
Es paradójico que un niño nacido aquí, de padres venezolanos,
tenga un pasaporte de otro país del que no ha respirado ni siquiera
el aire.
Pero hoy en día es tan frecuente que cualquier cosa que no 
parezca normal lo sea…
Sí, sin duda es así. Parecería que ahora la normalidad es la
anormalidad. Pero la anormalidad y la normalidad son ambivalentes,
depende desde qué ángulo se las mire. Son ciclos inevitables
de la historia. Luego como siempre los tiempos cambian, y la
historia volverá a repetirse con sus víctimas y victimarios.
¿Es muy diferente el país que los recibió al país que estás viviendo ahora?
Nada que ver, absolutamente. Pero ni siquiera hay que remontarse
tan atrás, basta sólo retroceder la mirada a un lapso tan breve como
diez o veinte años, para constatar la inmensa diferencia que nos
separa de ese pasado próximo. El mundo ahora es otro y el país
también. Yo creo que el destino de todo esto todavía no se puede
saber, porque el tiempo, aunque parezca mentira, es muy breve
para definir qué es lo que nos va a pasar.
¿Lo sabremos en el año 2021?
Ya tiene cinco años esta propuesta política, pero cinco años
históricamente no es nada si pensamos que el fascismo en Italia
-con el cual estamos emparentados- estuvo en el poder veinte años.
Después se derrumbó totalmente y terminó mal, pero fueron
veinte años, lo cual es aterrador. Cuando las cosas no nos gustan,
cinco años pueden ser una eternidad, es como asistir a una función
operística de mala calidad, en la que la obertura dura tanto como
cinco años, y recordamos con terror que faltan cuatro largos actos,
de los que ni siquiera sabemos qué va a pasar en ellos, qué
evolución va a tener, qué final va a tener. Porque puede tener una
evolución mucho peor o mucho mejor, no lo sabemos. Yo todavía
no lo sé. Es un período nebuloso difícil de entender. La radicalización,
además, hace que uno no sea muy equilibrado en la opinión, es decir,
si estuviéramos en castillos enfrentados no hay, ni habrá, manera
de bajar los puentes levadizos. Yo estoy enfrente, quisiera ser
equilibrado, trato de ser equilibrado, pero no soy equilibrado
porque no me quiero curar con la medicina que me quieren suministrar.
Es que hay demasiados elementos que no contribuyen a que uno 
sea equilibrado, por ejemplo, lo que ocurre en el ámbito cultural.
La cultura y la reglamentación son elementos químicos opuestos.
En tanto que la cultura es orgánica y vital, las reglas para modificarla
son estériles e inertes. Cualquier imposición, cualquier regimentación
en la cultura produce el efecto contrario al buscado por el poder,
los obstáculos para el artista serán el material con el que creará.
El artista tiene que mantenerse libre e independiente, tiene que
volar con sus alas….
Que no quiere decir que no tenga opinión…
No, cuidado, tú tienes que entender tus tiempos e influenciar para
que sean mejores. Tienes que entender a tu país y sus crisis, entender
a tu gente, tu ciudad, tu entorno, tu topografía. Todo eso y más,
pero no a partir de unas coordenadas preestablecidas. El artista
absorbe por ósmosis el latir de la sociedad, su imaginación
trasciende cualquier oscuridad, se anticipa, discrepa, cuestiona
y sobre todo inventa, crea como han hecho los grandes escritores,
os grandes artistas, ver donde los demás no ven. Ésa es la función
del intelectual. Ahora, cuando el intelectual tiene que ver a través
de las normas establecidas desde arriba, como en la ex Unión
Soviética o en la Alemania nazi, en la que se consideraba arte
degenerado todo lo que no fuera arte oficial, sería catastrófico,
pero aun así sobreviviríamos, porque las ideas son imposibles
de amordazar.
¿Qué te fascina de Venezuela, a qué no renunciarías por nada?
El sentido de libertad -hasta ahora-, la falta de estratificación de
la sociedad -hasta ahora-, lo aproximativo, la ligereza, el optimismo,
y la relatividad de los compromisos. ¿Qué sentido tiene el decir:
nos vemos, o nos llamamos? ¿Qué sentido tiene el magnífico
gerundio: nos estamos viendo? Son frases que, al igual que las
llegadas a la hora del compromiso, pertenecerían a la literatura
del absurdo, pero en realidad son formas de diálogo socializantes
y de buenas intenciones que se extravían en cuanto nos soltamos
del fraternal y sincero abrazo.
¿Has pensado en irte de Venezuela?
Todo expatriado siempre lleva un exilio interior. Yo no quiero llevar
dos.
Para terminar la entrevista, Antonio ¿qué de la italianidad sigue 
inalterable en la familia Costante?
Hay un modus vivendi, que comprende algunas particularidades.
In primis, aun después de cincuenta años en el país, uno tiende a
sentirse de alguna manera huésped que se debe comportar mejor
que el anfitrión y no defraudarlo. También practicamos una cierta
religiosidad gastronómica, que tiene su doctrina en la cocina italiana,
digo cocina italiana, no cocina regional italiana que, como suele
suceder en las familias italianas, se atienen y continúan una tradición
rígidamente local y familiar. Rita es del norte extremo y yo del sur
casi extremo, sin embargo no frecuentamos ninguno de esos dos
extremos, vagamos por la península culinaria con total creatividad
y con una libertad que nos permite traspasar sus fronteras hasta
llegar al reino de gastronomías tan lejanas como la hindú, o tan
cercanas como la venezolana, tan elaborada como la francesa y
tan etérea como la ecléctica. Creo que la gastronomía es un
elemento de cultura muy importante y se cultiva. En la casa eso
se cultiva amplia y rigurosamente.
¿Y los placeres complementarios a la gastronomía?
La lectura, el tenis y el golf. Leo, o leemos, mucho en italiano todavía
hoy después de tanto tiempo, y es una maravilla poder leer en tres
idiomas: el español, el italiano y el inglés. Eso enriquece, abre a
visiones amplias del mundo, sin seguir o tratando de no seguir el
mandato que imponen los códigos de la globalización.
¿Eres un «no global»?
No estoy en contra de la globalización como tal, pues cómo podría estar
en contra de internet, o en contra de las comunicaciones o de lo que de
ellas se deriven si soy un usuario consuetudinario de esas maravillas.
Estoy en contra, eso sí, del uso perverso que se les da para manipular
y dominar sobre todo a los más débiles. No sé en el futuro qué sentido
tendrá la geografía. Las fronteras se invaden virtualmente, navegamos
por la Patagonia o por los archivos de nuestros municipios, por
Finlandia o por el Sahara, así con un clic y sin pedir permiso. Es
extraordinario que tú puedas acceder a eso. Por eso pienso que las
fronteras mentales y geográficas son cada vez más desdibujadas,
son cada vez menos cerradas y menos marcadas, porque las
comunicaciones nos están transformando irremediablemente.
Pero en América Latina, están resurgiendo movimientos
antiglobalización cuyos proyectos parecen ser los de la restauración
del modo de vida del siglo XIX. No sé qué posibilidades de éxito tendrán
esos movimientos que se fundamentan en los nacionalismos
delirantes, pasados gloriosos y fronteras sagradas; serán, sin duda,
argumentos retóricos circunscritos a sociedades poco emancipadas.
Nuestro mundo cambió la piel como una serpiente, se desvistió de un
pasado regido por la ley de gravedad y buscó el espacio tanto físico
como virtual. Somos parte de esa transformación, la gente como yo,
que mirábamos el cielo sólo en sentido religioso, ahora sabe que hay un
enjambre de satélites que, para bien o para mal, determinan nuestras
vidas. Desde la pequeña ventana que se abría sobre nuestra calle,
vimos sorpresivamente que esa calle llevaba directamente a ese
mundo que creíamos inmenso, ilimitado y que de pronto se nos encoge,
al poder circunnavegarlo con sólo presionar una tecla.
Parecería que te sientes cómodo con tu pasado y con tu presente…
Es probable que en esta entrevista se perciba el itinerario vital de una
persona que no pertenece cabalmente a ninguna de las dos épocas,
eso confirma que la gente como yo andará errante, por caminos
paralelos, en busca del sentido de la vida.

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