Yo soy

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viernes, 18 de julio de 2014

Cuenta la leyenda que Galileo Galilei, poco antes de morir, al recordar los difíciles momentos vividos en el ominoso juicio del tribunal de Roma, sus ojos ya vedados a la luz (quedó ciego) se nublaban al contar que había sido obligado a retractarse de sus propios hallazgos, pero al instante una fuerza interna lo sostenía al repetir orgulloso, a modo de púdica venganza, cómo al desdecirse frente a los inquisidores dejó caer en el pesado ambiente de la sala que fungía de tribunal, la frase que de alguna manera reivindica en él, y en muchos otros, el pudor científico: "¡Y sin embargo se mueve!".

Galileo Galilei, entre la ciencia y la cruz

RICARDO GIL OTAIZA |  EL UNIVERSAL
viernes 18 de julio de 2014  12:00 AM
No resulta difícil para un lector contemporáneo imaginarse la escena: Galileo Galilei sentado en el banquillo de los acusados en la sala del tribunal romano, a la espera del veredicto. El bululú, la animadversión, el odio que restañaba la mirada del Sumo Pontífice Urbano VIII, la desconfianza de todos, la pestilencia de un pensamiento colectivo y retrógrado que deseaba cobrar con sangre la afrenta del científico. Se le acusa de apóstata, de infringir los dictámenes de la Santa Iglesia de Roma a través de sus posturas intelectuales y científicas. Se atrevió Galilei a rebatir de nuevo la tesis geocéntrica de Ptolomeo: la Tierra no es el centro del Universo, todos los planetas giran en torno al Sol. Si bien la postura de Galileo es muy digna, si se quiere segura de sí misma (altiva, dirían unos cuantos), a pesar de las humillaciones sufridas, no deja de llamar la atención a los lectores de hoy la sencillez de sus atuendos, la dejadez personal rayana en insania. Tal vez aquel sujeto acorralado, vejado, maltratado y vilipendiado se sentía fuera de este mundo: por encima del bien y del mal, y ya nada le urgía más que conservar por ahora el don de la vida, para así recoger las velas de una vida azarosa, plagada de éxitos y derrotas, de reconocimiento y de desengaños, que ya sentía en declive. Nada le importó al tribunal el duro viaje que tenía que realizar el científico desde Florencia hasta Roma, a través caminos infestados de plagas y bandidos; tampoco su debilidad física producto del fuerte reumatismo que padecía. Ni siquiera importó la avanzada edad de Galileo (69 años); extrema para la época, si se toma en consideración el promedio de vida para entonces. La sala lucía atestada de obispos, teólogos y filósofos, y el vaho del aire que se respiraba era, más que infecto, abyecto, porque se había urdido una estratagema para destruir al científico. Si bien el Papa Urbano sentía cierto respeto por Galileo, y de alguna manera había tratado de capotear el vendaval de la maledicencia para no tener que estar allí sentado en medio de personas que si bien inclinaban la cerviz ante su presencia en señal de respeto, en el fondo sabía que lo aborrecían, pero también que él los aborrecía a todos, ya que ante sus ojos eran una partida de crápulas e ignorantes, que hacían lo inescrutable para quedar bien parados ante su dignidad. Pero en aquel abril de 1633 las cartas estaban echadas: Galileo sería castigado por su atrevimiento, que ponía en tres y dos a la "autoridad y unidad de la Iglesia"; sería quizá condenado a muerte.

Se cuenta que titánica fue la lucha de los actores del tribunal de Roma divididos en dos bandos bien definidos: quienes abogaban por salvar a Galileo de una segura condena, y quienes pedían a ultranza su cabeza.  Si bien prevaleció el criterio de los primeros, y Galileo salvó su pellejo, no obstante fue condenado a prisión perpetua como un verdadero criminal. Gracias a la intercesión de sus afectos la pena la cumplió en una pequeña casa cercana a Florencia y era vigilado todas las horas del día, pero la condena moral no se hizo esperar: sus libros fueron nuevamente censurados, prohibida su venta (so pena de castigo a los que la infringieran), el Diálogo (libro que hiciera estallar la ira inquisitorial) fue convertido en cenizas, lo obligaron a retractarse de lo escrito y las visitas a su hogar fueron restringidas, sin permitírsele abandonar el lugar de la condena por ninguna circunstancia. Como ha de suponerse en estos casos extremos, y dado el espíritu sensible del condenado, Galileo fue presa de profundas depresiones y una sombra se posesionó de su ser hasta llegar a creerse que moriría de pena moral, pero no fue así. Como ave Fénix, Galileo se levantó de la pesadumbre y recobró el ánimo necesario para recomponer los pedazos de su vida. Se interesó de nuevo por la música y la pintura (grandes pasiones también) y por concesión de la Iglesia se le facilitó el adquirir equipos, eventualidad que le permitió continuar investigando y así realizar nuevos hallazgos.

Cuenta la leyenda que Galileo Galilei, poco antes de morir, al recordar los difíciles momentos vividos en el ominoso juicio del tribunal de Roma, sus ojos ya vedados a la luz (quedó ciego) se nublaban al contar que había sido obligado a retractarse de sus propios hallazgos, pero al instante una fuerza interna lo sostenía al repetir orgulloso, a modo de púdica venganza, cómo al desdecirse frente a los inquisidores dejó caer en el pesado ambiente de la sala que fungía de tribunal, la frase que de alguna manera reivindica en él, y en muchos otros, el pudor científico: "¡Y sin embargo se mueve!".

@GilOtaiza

rigilo99@hotmail.com

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