Yo soy

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viernes, 18 de julio de 2014

¿Qué tan estrictamente real es lo que escribimos? ¿Qué tan deliberadamente falso? ¿Por dónde pasa la delgada y sinuosa línea que separa la realidad de la ficción?

Miranda como personaje literario

MARIANO NAVA CONTRERAS |  EL UNIVERSAL
viernes 18 de julio de 2014  12:00 AM
¿Qué tan estrictamente real es lo que escribimos? ¿Qué tan deliberadamente falso? ¿Por dónde pasa la delgada y sinuosa línea que separa la realidad de la ficción? Se trata de una pregunta que ha animado a más de un teórico de la literatura, y que atañe fundamentalmente a un género que ha gozado de favoritismo en la literatura más contemporánea, la novela histórica. Y no es para menos, porque esto de ficcionalizar hechos que efectivamente ocurrieron, tomarse la libertad de inventarse historias a partir de asuntos de veras acaecidos, no es asunto sencillo para los que se dan a la tarea de teorizar sobre esa veterada maña de mentir bonito y por escrito. La literatura, pues.

Porque la cosa no es tan sencilla como parece. No se trata tan solo de decir "la cosa no fue así sino asao y punto", que este viejo arte de mentir bonito tiene rebuscadas mañas, a cual más vieja también, por cierto. En primer lugar, hay que intentar que la mentira también sea creíble y no solo bonita. La famosa verosimilitud de que hablaba el viejo Aristóteles. En segundo lugar porque el propósito de mentir brinda al escritor, solo por un instante irrepetible, la maravillosa posibilidad de ser Dios, y decidir la mente y los sentimientos de unos personajes que pudieron de veras existir o no. Pero sobre todo está la posibilidad de escoger una vida (célebre o vulgar, es lo de menos) y hacerla detonante de una historia que se columpia entre las dos caras de la existencia -la verdadera y la ficticia-, todo según real gana del escritor, ese mentiroso con licencia.

El maestro Vargas Llosa dijo una vez que quizá el primer gran contador de embustes con apariencia de verdad fue el mismo Odiseo, quien lloró y perjuró que eran ciertas las increíbles aventuras que se dio a la tarea de contar toda una noche en el palacio de Alcínoo, el buen y creído rey del país de los feacios. Sin embargo, yo tengo muy para mí que el primer gran personaje literario surgido entre la realidad y la ficción fue Sócrates. Léase bien, no el Sócrates histórico que vivió en la Atenas del siglo V a.C., sino ese entrañable personaje, irónico y brillante, que protagoniza los diálogos de Platón. Fue el caso de que al pobre Platón le tocó presenciar en su juventud la injusta condena a muerte de su querido maestro. Escritor dotado donde los haya, se propuso limpiar su reputación, y miren si lo logró. Se dio a la tarea de escribir toda su obra en forma de diálogos ficticios en que el héroe indiscutible era Sócrates. Como una suerte de Bruce Lee filosófico, Sócrates va poniendo fuera de combate uno a uno a todo aquel que se atreve a refutar sus irrefutables teorías, sean acerca de la belleza, acerca del amor, de la justicia o de la amistad. Nadie puede escapar a la irresistible seducción de las palabras de nuestro imbatible héroe filosófico, y durante siglos el mundo prefirió creer que el Sócrates platónico era el real, y no lo contrario. Hoy sabemos que una cosa fue el hombre histórico y otra el genial personaje literario creado por Platón, pero ¿a quién le importa ya?

Tampoco nuestro país ha sido escaso en personajes seductores capaces de inspirar inolvidables ficciones literarias, ¿o acaso alguien puede olvidarse del Bolívar enfermo y cascarrabias de El General en su laberinto? Ni mucho menos la literatura venezolana carece de estupendos ejemplos de novelas históricas. Pocos deben haber olvidado títulos fundamentales como Boves el orugallo de Francisco Herrera Luque, La isla de Robinson, sobre la vida de Simón Rodríguez, o las mismas Lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri. Es interesante notar cómo autores que se han iniciado en la novela histórica vuelven años después con obras más elaboradas y acabadas. Es el caso de La visita en el tiempo, sobre la vida de Juan de Austria, que le valió a Uslar Pietri el Premio Príncipe de Asturias en 1990; o la hoy olvidada Luna de Fausto del mismo Herrera Luque, sobre las andanzas por nuestras salvajes tierras del explorador alemán Felipe de Hutten en el siglo XVI, a mi juicio la mejor novela histórica escrita en el siglo XX en nuestro país. Y es que de buenas novelas históricas y curiosos personajes la literatura venezolana puede exhibir importante y variada tradición. Tenemos heroínas eróticas, como la Manuelita Sáenz de La esposa del Dr. Thorne de Denzil Romero, que le valió el premio La sonrisa vertical 1988, entonces el premio más importante de literatura erótica en nuestra lengua; pero también tenemos héroes literarios, como el insomne y angustiado poeta Ramos Sucre deLa tarea del testigo, de Rubi Guerra; o desquiciados políticos, como el Diógenes Escalante de El pasajero de Truman, de Francisco Suniaga.

Sin embargo, quizás no haya en Venezuela un personaje histórico más seductor que el de Francisco de Miranda. La vida de este blanco de orilla que sale de una pequeña y escondida Caracas de fines del siglo XVIII para convertirse en protagonista de los sucesos más importantes de su tiempo no puede ser un plato más suculento para cualquier gustador de buenas historias. Aventurero, bibliófilo, militar, diplomático, músico, amante, ideólogo y escritor, lo supo bien Denzil Romero, quien en La tragedia del Generalísimo como después en su Grand Tour, lo convierte en personaje literario por excelencia, héroe de los episodios más alucinantes. Lo sabe también Inés Quintero, quien en su reciente Hijo de la panadera se rinde ante las aventuras de quien Arturo Uslar Pietri no dudó en calificar de "el caraqueño más universal, el venezolano más culto de su época".

Historiadora que escribe también novelas, Inés Quintero tampoco pudo sustraerse de la seducción mirandina. Conocedora como pocos de aquella Caracas convulsa del trance entre los siglos XVIII y XIX y de sus personajes, la autora no se adentra por primera vez en los movedizos campos del relato histórico. Ahí están su Criolla principal (Fundación Bigott, 2003) o El fabricante de peinetas (Alfa, 2011), donde ya había mostrado su innegable talento para la narrativa histórica. Si un gran libro es heredero de grandes tradiciones, El hijo de la panadera (Editorial Alfa, 2014) recupera impecablemente estos saberes, y los pone a jugar en la aún inacabada construcción de ese gran personaje literario venezolano que es Francisco de Miranda.



@MarianoNava

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