Yo soy

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domingo, 3 de julio de 2011

SEGUNDA FASE: La vida en el "campo" (Parte C)


·         Análisis de la existencia provisional
Ya hemos dicho que, en última instancia, los responsables del estado de ánimo más íntimo del prisionero no eran tanto las causas psicológicas ya enumeradas cuanto el resultado de su libre decisión. La observación psicológica de los prisioneros ha demostrado que únicamente los hombres que permitían que se debilitara su interno sostén moral y espiritual caían víctimas de las influencias degenerantes del campo. Y aquí se suscita la pregunta acerca de lo que podría o debería haber constituido este “sostén interno”.
Al relatar o escribir sus experiencias, todos los que pasaron por la experiencia de un campo de concentración concuerdan en señalar que la influencia más deprimente de todas era que el recluso no supiera cuánto tiempo iba a durar su encarcelamiento. Nadie le dio nunca una fecha para su liberación (en nuestro campo ni siquiera tenía sentido hablar de ello). En realidad, la duración no era sólo incierta, sino ilimitada. Un renombrado investigador psicológico manifestó en cierta ocasión que la vida en un campo de concentración podría denominarse “existencia provisional”. Nosotros completaríamos la definición diciendo que es “una existencia provisional cuya duración se desconoce”.
Por regla general, los recién llegados no sabían nada de las condiciones de un campo. Los que venían de otros campos se veían obligados a guardar silencio y, de algunos campos, nadie regresó. Al entrar en él, las mentes de los prisioneros sufrían un cambio. Con el fin de la incertidumbre venía la incertidumbre del fin. Era imposible prever cuándo y cómo terminaría aquella existencia, caso de tener fin. El vocablo latino finis tiene dos significados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver el fin de su “existencia provisional”, tampoco podía aspirar a una meta última en la vida. Cesaba de vivir para el futuro en contraste con el hombre normal. Por consiguiente cambiaba toda la estructura de su vida íntima. Aparecían otros signos de decadencia como los que conocemos de otros aspectos de la vida. El obrero parado, por ejemplo, está en una posición similar. Su existencia es provisional en ese momento y, en cierto sentido, no puede vivir para el futuro ni marcarse una meta. Trabajos de investigación realizados sobre los mineros parados han demostrado que sufren de una particular deformación del tiempo —el tiempo íntimo— que es resultado de su condición de parados. También los prisioneros sufrían de esta extraña “experiencia del tiempo”. En el campo, una unidad de tiempo pequeña, un día, por ejemplo, repleto de continuas torturas y de fatiga, parecía no tener fin, mientras que una unidad de tiempo mayor, quizás una semana, parecía transcurrir con mucha rapidez. Mis camaradas concordaron conmigo cuando dije que en el campo el día duraba más que la semana. ¡Cuan paradójica era nuestra experiencia del tiempo! A este respecto me viene el recuerdo de La Montaña Mágica, de Thomas Mann, que contiene unas cuantas observaciones psicológicas muy atinadas. Mann estudia la evolución espiritual de personas que están en condiciones psicológicas semejantes; es decir, los enfermos de tuberculosis en un sanatorio, quienes tampoco conocen la fecha en que les darán de alta; experimentan una existencia similar, sin ningún futuro, sin ninguna meta.
Uno de los prisioneros, que a su llegada marchaba en una larga columna de nuevos reclusos desde la estación al campo, me dijo más tarde que había sentido como si estuviera desfilando en su propio funeral. Le parecía que su vida no tenía ya futuro y contemplaba todo como algo que ya había pasado, como si ya estuviera muerto. Este sentimiento de falta de vida, de un “cadáver viviente” se intensificaba por otras causas. Mientras que, en cuanto al tiempo, lo que se experimentaba de forma más aguda era la duración ilimitada del período de reclusión, en cuanto al espacio eran los estrechos límites de la prisión. Todo lo que estuviera al otro lado de la alambrada se antojaba remoto, fuera del alcance y, de alguna forma, irreal. Lo que sucedía afuera, la gente de allá, todo lo que era vida normal, adquiría para el prisionero un aspecto fantasmal. La vida afuera, al menos hasta donde él podía verla, le parecía casi como lo que podría ver un hombre ya muerto que se asomara desde el otro mundo.
El hombre que se dejaba vencer porque no podía ver ninguna meta futura, se ocupaba en pensamientos retrospectivos. En otro contexto hemos hablado ya de la tendencia a mirar al pasado como una forma de contribuir a apaciguar el presente y todos sus horrores haciéndolo menos real. Pero despojar al presente de su realidad entrañaba ciertos riesgos. Resultaba fácil desentenderse de las posibilidades de hacer algo positivo en el campo y esas oportunidades existían de verdad. Ese ver nuestra “existencia provisional” como algo irreal constituía un factor importante en el hecho de que los prisioneros perdieran su dominio de la vida; en cierto sentido todo parecería sin objeto. Tales personas olvidaban que muchas veces es precisamente una situación externa excepcionalmente difícil lo que da al hombre la oportunidad de crecer espiritualmente más allá de sí mismo. En vez de aceptar las dificultades del campo como una manera de probar su fuerza interior, no toman su vida en serio y la desdeñan como algo inconsecuente. Prefieren cerrar los ojos y vivir en el pasado. Para estas personas la vida no tiene ningún sentido.
Claro está que sólo unos pocos son capaces de alcanzar cimas espirituales elevadas. Pero esos pocos tuvieron una oportunidad de llegar a la grandeza humana aun cuando fuera a través de su aparente fracaso y de su muerte, hazaña que en circunstancias ordinarias nunca hubieran alcanzado. A los demás de nosotros, al mediocre y al indiferente, se les podrían aplicar las palabras de Bismarck: "La vida es como visitar al dentista. Se piensa siempre que lo peor está por venir, cuando en realidad ya ha pasado." Parafraseando este pensamiento, podríamos decir que muchos de los prisioneros del campo de concentración creyeron que la oportunidad de vivir ya les había pasado y, sin embargo, la realidad es que representó una oportunidad y un desafío: que o bien se puede convertir la experiencia en victorias, la vida en un triunfo interno, o bien se puede ignorar el desafío y limitarse a vegetar como hicieron la mayoría de los prisioneros.

Spinoza, educador
Cualquier tentativa de combatir la influencia psicopatológica que el campo ejercía sobre el prisionero mediante la psicoterapia o los métodos psicohigiénicos debía alcanzar el objetivo de conferirle una fortaleza interior, señalándole una meta futura hacia la que poder volverse. De forma instintiva, algunos prisioneros trataban de encontrar una meta propia. El hombre tiene la peculiaridad de que no puede vivir si no mira al futuro: sub species aeternitatis. Y esto constituye su salvación en los momentos más difíciles de su existencia, aun cuando a veces tenga que aplicarse a la tarea con sus cinco sentidos. Por lo que a mí respecta, lo sé por experiencia propia. Al borde del llanto a causa del tremendo dolor (tenía llagas terribles en los pies debido a mis zapatos gastados) recorrí con la larga columna de hombres los kilómetros que separaban el campo del lugar de trabajo. El viento gélido nos abatía. Yo iba pensando en los pequeños problemas sin solución de nuestra miserable existencia. ¿Qué cenaríamos aquella noche? ¿Si como extra nos dieran un trozo de salchicha, convendría cambiarla por un pedazo de pan? ¿Debía comerciar con el último cigarrillo que me quedaba de un bono que obtuve hacía quince días y cambiarlo por un tazón de sopa? ¿Cómo podría hacerme con un trozo de alambre para reemplazar el fragmento que me servía como cordón de los zapatos? ¿Llegaría al lugar de trabajo a tiempo para unirme al pelotón de costumbre o tendría que acoplarme a otro cuyo capataz tal vez fuera más brutal? ¿Qué podía hacer para estar en buenas relaciones con un “capo” determinado que podría ayudarme a conseguir trabajo en el campo en vez de tener que emprender a diario aquella dolorosa caminata?
Estaba disgustado con la marcha de los asuntos que continuamente me obligaban a ocuparme sólo de aquellas cosas tan triviales. Me obligué a pensar en otras cosas. De pronto me vi de pie en la plataforma de un salón de conferencias bien iluminado, agradable y caliente. Frente a mí tenía un auditorio atento, sentado en cómodas butacas tapizadas. ¡Yo daba una conferencia sobre la psicología de un campo de concentración!
Visto y descrito desde la mira distante de la ciencia, todo lo que me oprimía hasta ese momento se objetivaba. Mediante este método, logré cierto éxito, conseguí distanciarme de la situación, pasar por encima de los sufrimientos del momento y observarlos como si ya hubieran transcurrido y tanto yo mismo como mis dificultades se convirtieron en el objeto de un estudio psicocientífico muy interesante que yo mismo he realizado. ¿Qué dice Spinoza en su Ética? "Affectus, qui passio est, desinit esse passio simulatque eius claram et distinctam formamus ideam. La emoción, que constituye sufrimiento, deja de serlo tan pronto como nos formamos una idea clara y precisa del mismo." (Ética, 5a parte, "Sobre el poder del espíritu o la libertad humana", frase III).
El prisionero que perdía la fe en el futuro —en su futuro— estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía, asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía y se convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y mental. Por regla general, éste se producía de pronto, en forma de crisis, cuyos síntomas eran familiares al recluso con experiencia en el campo. Todos temíamos este momento no ya por nosotros, lo que no hubiera tenido importancia, sino por nuestros amigos. Solía comenzar cuando una mañana el prisionero se negaba a vestirse y a lavarse o a salir fuera del barracón. Ni las súplicas, ni los golpes, ni las amenazas surtían ningún efecto. Se limitaba a quedarse allí, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en enfermedad, se oponía a que lo llevaran a la enfermería o hacer cualquier cosa por ayudarse. Sencillamente se entregaba. Y allí se quedaba tendido sobre sus propios excrementos sin importarle nada.
Una vez presencié una dramática demostración del estrecho nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y su consiguiente final. F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista bastante famoso, me confió un día: "Me gustaría contarle algo, doctor. He tenido un sueño
extraño. Una voz me decía que deseara lo que quisiera, que lo único que tenía que hacer era decir lo que quería saber y todas mis preguntas tendrían respuesta. ¿Quiere saber lo que le pregunté? Que me gustaría conocer cuándo terminaría para mí la guerra. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Quería saber cuándo seríamos liberados nosotros, nuestro campo, y cuándo tocarían a su fin nuestros sufrimientos." "¿Y cuándo tuvo usted ese sueño?", le pregunté.
"En febrero de 1945", contestó. Por entonces estábamos a principios de marzo.
"¿Y qué le contestó la voz?" Furtivamente me susurró: "El treinta de marzo."
Cuando F. me habló de aquel sueño todavía estaba rebosante de esperanza y convencido de que la voz de su sueño no se equivocaba. Pero al acercarse el día señalado, las noticias sobre la evolución de la guerra que llegaban a nuestro campo no hacían suponer la probabilidad de que nos liberaran en la fecha prometida. El 29 de marzo y de repente F. cayó enfermo con una fiebre muy alta. El día 30 de marzo, el día que la profecía le había dicho que la guerra y el sufrimiento terminarían para él, cayó en un estado de delirio y perdió la conciencia. El día 31 de marzo falleció. Según todas las apariencias murió de tifus.
Los que conocen la estrecha relación que existe entre el estado de ánimo de una persona —su valor y sus esperanzas, o la falta de ambos— y la capacidad de su cuerpo para conservarse inmune, saben también que si repentinamente pierde la esperanza y el valor, ello puede ocasionarle la muerte. La causa última de la muerte de mi amigo fue que la esperada liberación no se produjo y esto le desilusionó totalmente; de pronto, su cuerpo perdió resistencia contra la infección tifoidea latente. Su fe en el futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su cuerpo fue presa de la enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron finalmente realidad.
Las observaciones sobre este caso y la conclusión que de ellas puede extraerse concuerdan con algo sobre lo que el médico jefe del campo me llamó la atención: la tasa de mortandad semanal en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las Navidades de 1944 al Año Nuevo de 1945. A su entender, la explicación de este aumento no estaba en el empeoramiento de nuestras condiciones de trabajo, ni en una disminución de la ración alimenticia, ni en un cambió climatológico, ni en el brote de nuevas epidemias. Se trataba simplemente de que la mayoría de los prisioneros había abrigado la ingenua ilusión de que para Navidad les liberarían.
Según se iba acercando la fecha sin que se produjera ninguna noticia alentadora, los prisioneros perdieron su valor y les venció el desaliento. Como ya dijimos antes, cualquier intento de restablecer la fortaleza interna del recluso bajo las condiciones de un campo de concentración pasa antes que nada por el acierto en mostrarle una meta futura. Las palabras de Nietzsche: “Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo” pudieran ser la motivación que guía todas las acciones psicoterapéuticas y psicohigiénicas con respecto a los prisioneros. Siempre que se presentaba la oportunidad, era preciso inculcarles un porque —una meta— de su vivir, a fin de endurecerles para soportar el terrible como de su existencia. Desgraciado de aquel que no viera ningún sentido en su vida, ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna finalidad en vivirla, ése estaba perdido. La respuesta típica que solía dar este hombre a cualquier razonamiento que tratara de animarle, era: “Ya no espero nada de la vida.” ¿Qué respuesta podemos dar a estas palabras?
·         La pregunta por el sentido de la vida
Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y después, enseñar a los desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente. Nuestra contestación tiene que estar hecha no de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y una actuación rectas. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.
Dichas tareas y, consecuentemente, el significado de la vida, difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de modo que resulta completamente imposible definir el significado de la vida en términos generales. Nunca se podrá dar respuesta a las preguntas relativas al sentido de la vida con argumentos especiosos. “Vida” no significa algo vago, sino algo muy real y concreto, que configura el destino de cada hombre, distinto y único en cada caso. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Ninguna situación se repite y cada una exige una respuesta distinta; unas veces la situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que emprenda algún tipo de acción; otras, puede resultar más ventajoso aprovecharla para meditar y sacar las consecuencias pertinentes. Y, a veces, lo que se exige al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cada situación se diferencia por su unicidad y en todo momento no hay más que una única respuesta correcta al problema que la situación plantea.
Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues ésa es su sola y única tarea. Ha de reconoces el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga.
En cuanto a nosotros, como prisioneros, tales pensamientos no eran especulaciones muy alejadas de la realidad, eran los únicos pensamientos capaces de ayudarnos, de liberarnos de la desesperación, aun cuando no se vislumbrara ninguna oportunidad de salir con vida. Ya hacía tiempo que habíamos pasado por la etapa de pedir a la vida un sentido, tal como el de alcanzar alguna meta mediante la creación activa de algo valioso. Para nosotros el significado de la vida abarcaba círculos más amplios, como son los de la vida y la muerte y por este sentido es por el que luchábamos.
·         Sufrimiento como prestación
Una vez que nos fue revelado el significado del sufrimiento, nos negamos a minimizar o aliviar las torturas del campo a base de ignorarlas o de abrigar falsas ilusiones o de alimentar un optimismo artificial. El sufrimiento se había convertido en una tarea a realizar y no queríamos volverle la espalda. Habíamos aprehendido las oportunidades de logro que se ocultaban en él, oportunidades que habían llevado al poeta Rilke a decir: "Wie viel ist aufzuleiden" "¡Por cuánto sufrimiento hay que pasar!." Rilke habló de "conseguir mediante el sufrimiento" donde otros hablan de "conseguir por medio del trabajo". Ante nosotros teníamos una buena cantidad de sufrimiento que debíamos soportar, así que era preciso hacerle frente procurando que los momentos de debilidad y de lágrimas se redujeran al mínimo. Pero no había ninguna necesidad de avergonzarse de las lágrimas, pues ellas testificaban que el hombre era verdaderamente valiente; que tenía el valor de sufrir. No obstante, muy pocos lo entendían así. Algunas veces, alguien confesaba avergonzado haber llorado, como aquel compañero que respondió a mi pregunta sobre cómo había vencido el edema, confesando: "Lo he expulsado de mi cuerpo a base de lágrimas."
·         Algo nos espera
Siempre que era posible, en el campo se aplicaba algo que podría definirse como los fundamentos de la psicoterapia o de la psicohigiene, tanto individual como colectivamente. Los esbozos de psicoterapia individual solían ser del tipo del “procedimiento para salvar la vida”. Dichas acciones se emprendían por regla general con vistas a evitar los suicidios. Una regla del campo muy estricta prohibía que se tomara ninguna iniciativa tendente a salvar a un hombre que tratara de suicidarse. Por ejemplo, se prohibía cortar la soga del hombre que intentaba ahorcarse, por consiguiente, era de suma importancia impedir que se llegara a tales extremos.
Recuerdo dos casos de suicidio frustrado que guardan entre sí mucha similitud. Ambos prisioneros habían comentado sus intenciones de suicidarse basando su decisión en el argumento típico de que ya no esperaban nada de la vida. En ambos casos se trataba por lo tanto de hacerles comprender que la vida todavía esperaba algo de ellos. A uno le quedaba un hijo al que él adoraba y que estaba esperándole en el extranjero. En el otro caso no era una persona la que le esperaba, sino una cosa, ¡su obra! Era un científico que había iniciado la publicación de una colección de libros que debía concluir. Nadie más que él podía realizar su trabajo, lo mismo que nadie más podría nunca reemplazar al padre en el afecto del hijo.
La unicidad y la resolución que diferencian a cada individuo y confieren un significado a su existencia tienen su incidencia en la actividad creativa, al igual que la tienen en el amor. Cuando se acepta la imposibilidad de reemplazar a una persona, se da paso para que se manifieste en toda su magnitud la responsabilidad que el hombre asume ante su existencia. El hombre que se hace consciente de su responsabilidad ante el ser humano que le espera con todo su afecto o ante una obra inconclusa no podrá nunca tirar su vida por la borda. Conoce el “porqué” de su existencia y podrá soportar casi cualquier “cómo”.
·         Una palabra a tiempo
Las oportunidades para la psicoterapia colectiva eran limitadas. El ejemplo correcto era más efectivo de lo que pudieran serlo las palabras. Los jefes de barracón que no eran autoritarios, por ejemplo, tenían precisamente por su forma de ser y actuar mil oportunidades de ejercitar una influencia de largo alcance sobre los que estaban bajo su jurisdicción. La influencia inmediata de una determinada forma de conducta es siempre más efectiva que las palabras. Pero, a veces, una palabra también resulta efectiva cuando la receptividad mental se intensifica con motivo de las circunstancias externas. Recuerdo un incidente en que hubo lugar para realizar una labor terapéutica sobre todos los prisioneros de un barracón, como consecuencia de la intensificación de su receptividad provocada por una determinada situación externa.
Había sido un día muy malo. A la hora de la formación se había leído un anuncio sobre los muchos actos que, de entonces en adelante, se considerarían acciones de sabotaje y, por consiguiente, punibles con la horca. Entre estas faltas se incluían nimiedades como cortar pequeñas tiras de nuestras viejas mantas (para utilizarlas como vendajes para los tobillos) y "robos mínimos. Hacía unos días que un prisionero al borde de la inanición había entrado en el almacén de víveres y había robado algunos kilos de patatas. El robo se descubrió y algunos prisioneros reconocieron al "ladrón". Cuando las autoridades del campo tuvieron noticia de lo sucedido, ordenaron que les entregáramos al culpable; si no, todo el campo ayunaría un día. Claro está que los 2500 hombres prefirieron callar. La tarde de aquel día de ayuno yacíamos exhaustos en los camastros. Nos encontrábamos en las horas más bajas. Apenas sé decía palabra y las que se pronunciaban tenían un tono de irritación. Entonces, y para empeorar aún más las cosas, se apagó la luz. Los estados de ánimo llegaron a su punto más bajo. Pero el jefe de nuestro barracón era un hombre sabio e improvisó una pequeña charla sobre todo lo que bullía en nuestra mente en aquellos momentos. Se refirió a los muchos compañeros que habían muerto en los últimos días por enfermedad o por suicidio, pero también indicó cuál había sido la verdadera razón de esas muertes: la pérdida de la esperanza. Aseguraba que tenía que haber algún medio de prevenir que futuras víctimas llegaran a estados tan extremos. Y al decir esto me señalaba a mí para que les aconsejara.
Dios sabe que no estaba en mi talante dar explicaciones psicológicas o predicar sermones a fin de ofrecer a mis camaradas algún tipo de cuidado médico de sus almas. Tenía frío y sueño, me sentía irritable y cansado, pero hube de sobreponerme a mí mismo y aprovechar la oportunidad. En aquel momento era más necesario que nunca infundirles ánimos.
·         Asistencia psicológica
Seguidamente hablé del futuro inmediato. Y dije que, para el que quisiera ser imparcial, éste se presentaba bastante negro y concordé con que cada uno de nosotros podía adivinar que sus posibilidades de supervivencia eran mínimas: aun cuando ya no había epidemia de tifus yo estimaba que mis propias oportunidades estaban en razón de uno a veinte. Pero también les dije que, a pesar de ello, no tenía intención de perder la esperanza y tirarlo todo por la borda, pues nadie sabía lo que el futuro podía depararle y todavía menos la hora siguiente. Y aun cuando no cabía esperar ningún acontecimiento militar importante en los días sucesivos, quiénes mejor que nosotros, con nuestra larga experiencia en los campos para saber que a veces se ofrecían, de repente, grandes oportunidades, cuando menos a nivel individual. Por ejemplo, cabía la posibilidad de que, inesperadamente, uno fuera destinado a un grupo especial que gozara de condiciones laborales particularmente favorables, ya que este tipo de cosas constituían la "suerte" del prisionero.
Pero no. sólo hablé del futuro y del velo que lo cubría.
También les hablé del pasado: de todas sus alegrías y de la luz que irradiaba, brillante aun en la presente oscuridad. Para evitar que mis palabras sonaran como las de un predicador, cité de nuevo al poeta que había escrito: “Was du erlebt, kann keine Macht der Welt dir rauben, ningún poder de la tierra podrá arrancarte lo que has vivido.” No ya sólo nuestras experiencias, sino cualquier cosa que hubiéramos hecho, cualesquiera pensamientos que hubiéramos tenido, así como todo lo que habíamos sufrido, nada de ello se había perdido, aun cuando hubiera pasado; lo habíamos hecho ser, y haber sido es también una forma de ser y quizá la más segura.
Seguidamente me referí a las muchas oportunidades existentes para darle un sentido a la vida. Hablé a mis camaradas (que yacían inmóviles, si bien de vez en cuando se oía algún suspiro) de que la vida humana no cesa nunca, bajo ninguna circunstancia, y de que este infinito significado de la vida comprende también el sufrimiento y la agonía, las privaciones y la muerte. Pedí a aquellas pobres criaturas que me escuchaban atentamente en la oscuridad del barracón que hicieran cara a lo serio de nuestra situación. No tenían que perder las esperanzas, antes bien debían conservar el valor en la certeza de que nuestra lucha desesperada no perdería su dignidad ni su sentido. Les aseguré que en las horas difíciles siempre había alguien que nos observaba —un amigo, una esposa, alguien que estuviera vivo o muerto, o un Dios— y que sin duda no querría que le decepcionáramos, antes bien, esperaba que sufriéramos con orgullo —y no miserablemente— y que supiéramos morir.
Y, finalmente, les hablé de nuestro sacrificio, que en cada caso tenía un significado. En la naturaleza de este sacrificio estaba el que pareciera insensato para la vida normal, para el mundo donde imperaba el éxito material. Pero nuestro sacrificio sí tenía un sentido. Los que profesaran una fe religiosa, dije con franqueza, no hallarían dificultades para entenderlo. Les hablé de un camarada que al llegar al campo había querido hacer un pacto con el cielo para que su sacrificio y su muerte liberaran al ser que amaba de un doloroso final. Para él, tanto el sufrimiento como la muerte y, especialmente, aquel sacrificio, eran significativos. Por nada del mundo quería morir, como tampoco lo queríamos ninguno de nosotros. Mis palabras tenían como objetivo dotar a nuestra vida de un significado, allí y entonces, precisamente en aquel barracón y aquella situación, prácticamente desesperada. Pude comprobar que había logrado mi propósito, pues cuando se encendieron de nuevo las luces, las miserables figuras de mis camaradas se acercaron renqueantes hacia mí para darme las gracias, con lágrimas en los ojos. Sin embargo, es preciso que confiese aquí que sólo muy raras veces hallé en mi interior fuerzas para establecer este tipo de contacto con mis compañeros de sufrimientos y que, seguramente, perdí muchas oportunidades de hacerlo.

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