Yo soy

Yo soy

sábado, 29 de agosto de 2015

José Barroeta conocido como Pepe, abogado y doctor en Literatura Iberoamericana de la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes en Mérida, Venezuela. Miembro de “Tabla Redonda” y “La Pandilla Lautréamont” fue un poeta de entrañable riqueza lírica cuya obra ha sido recogida en “Obra Poética 1971-1996” por el Rectorado de la Universidad de los Andes en 2001

El Zorro de Pampanito

José “Pepe” Barroeta y Harold Alvarado Tenorio / Foto cortesía
José “Pepe” Barroeta y Harold Alvarado Tenorio / Foto cortesía
José Barroeta conocido como Pepe, abogado y doctor en Literatura Iberoamericana de la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes en Mérida, Venezuela. Miembro de “Tabla Redonda” y “La Pandilla Lautréamont” fue un poeta de entrañable riqueza lírica cuya obra ha sido recogida en “Obra Poética 1971-1996” por el Rectorado de la Universidad de los Andes en 2001

Que la música de Orfeo cante y sea conmigo.
Que la mesa sea servida por pájaros.
Quede en mí la sonata, que la muerte,
segura, cantará entre los bosques.
Que el agua de los ojos de dios caiga sobre la tierra.
Que el dulce honor del ángel me cubra y acompañe,
que el oro del cadáver haga reino en mi espíritu.
Que en Abril sea mi muerte.
Que sea como el derrame de mi hermana pequeña,
que así mismo a mis nervios los escale la sangre
y sienta yo el bello vértigo en los campos del otoño.
(Sonata)

Mis primeros encuentros con Pepe Barroeta (Pampanito, 1942-2006)enaltecen, quizás, aquella navidad del año del Congreso de Cabimas,cuando en un pueblo donde, digno de las escenas de Al Este del Paraíso, el 14 de diciembre de 1922 un pozo había vomitado 155.000.00 millones de barriles de petróleo,  nos conocimos muchos de quienes estamos, hoy, condenados a la muerte implacable. Debimos conocernos en aquellas jornadas donde vivamente desfilan, en plena juventud, el Chino Valera Mora, Nicolás Suescún, Carlos Contramaestre, Alfredo Silva Estrada, el infante Cobo Borda, Alfredo Chacón, Douglas Bravo o él, cínico desde entonces, Enrique Hernández de Jesús.
No he conocido otra representación de la amistad, la camaradería y la alegría de estar vivos, como la conocí entonces, con aquellos alegres conspiradores, en una patria, la lengua, que en Venezuela era feliz y libre, al menos para algunos de los que visitábamos por vez primera lugares y ambientes tan distintos a los nuestros, donde campea, todavía, monda y lironda, la más cruel de las intimidaciones y la maldad humana.
Los venezolanos fueron para mí desde entonces el símbolo mismo de una vida como nunca había conocido.
Luego volvería a encontrarme con Pepe, y el resto de esas cuadrillas que comandaba, gracias a los oficios de un disimulado mulato que en compañía del pintor amazónico Omar Granados recorría Colombia a la caza de un amor imposible. Pedro Parayma, hoy Doctor José Francisco Martínez Rincones, cruzó varias veces las cordilleras andinas, de Cúcuta a Pasto, pasando por Medellín y Cartagena, persiguiendo un sueño con cuerpo de mujer. En uno de esos recorridos, cuando detenía por uno o dos días su espléndido coche americano repleto de vinos, o mientras leía alguno de sus extensos y fabulosos poemas a La Sanguijuela de los Pies de Oro o a la memoria de sus antepasados de Tinaquillo, tallado en carne viva en su hijito Don Rodrigo, decidió cargar, literalmente, conmigo, y fue así como terminé conociendo la capital de los Andes, la entonces bella Mérida, donde he acaparado varios de los mejores días de mi vida. Allí hice amistad para siempre con Barroeta y su carnal, hijo, hermano, sobrino, perro, gato, pájaro y poema: Diómedes Cordero. No recuerdo visita mía a Mérida o Caracas, donde no hubiese gozado de la amistad y el cariño de ambos. A ellos debo, y sin duda, a Juan Liscano, que haya podido conocer el alma venezolana, mi ánima.
Pepe Barroeta es uno de esos maravillosos seres que produjo la Venezuela de Sardio y El techo de la ballena, de Pompeyo Márquez y Teodoro Petkoff, cuando hasta la guerra de guerrillas resultó ser obra de la poesía y no de la maldad. Quiero decir que aquellas aventuras mortíferas que inculcó Ernesto Guevara, siendo atroces y despreciables, fueron gestadas por un anhelo de bienestar para el hombre y no un mero lucro, como a la postre terminaron siendo todas las conquistas armadas y las mafias del narcotráfico que hemos conocido. Un batir de alas de querubes movía aquellas empresas de sangre. Barroeta pertenece a esa generación de poetas de la Pandilla de Lautréamont, con Luis Camilo Guevara, Víctor Valera Mora, Caupolicán Ovalles, Elí Galindo y Ángel Eduardo Acevedo, guerrilleros y dinamiteros de la lengua escrita, hablada y bebida en los campos de Marte de Sabana Grande, en los palacios del rock y el licor de Malta de la República del Este, el Halász   Macska Nerone Viñedo Veccioo, La Bajada.
Pepe Barroeta vivió y levantó su obra en una suerte de estado paranormal de excepcionales desempeños con los cuales vivo venció a la parca. No fueron pocas las ocasiones cuando viví en carne propia sus alucinantes actos contra ella, como en aquella ocasión, cuando luego de varias horas de consumo etílico, bien entrada ya la noche merideña, fuimos a la búsqueda de unas maritornes en una venta del páramo y luego de ambular por los filos del amanecer no dimos con nadie, sino con una espesa niebla que apenas dejaba ver los signos de los desastres interiores de nuestras almas. Pepe nos había arrastrado en un automóvil convertido en carroza de Blanca Nieves, al sub-mundo de Pedro Páramo, su otro igual mexicano y aun cuando nadie me lo crea, estuvimos en el más allá, desorientados por la errátil orientación de nuestras almas. O aquella otra semana, en Valencia, cuando mientras todo el mundo leía poesía, Pepe decidió que debíamos recorrer todos, literalmente todos, los deshuesaderos de automóviles del mundo, para que regresara yo a Bogotá, con un renovado motor para mi viejo Dodge Dart de los años cincuenta, que por cierto y gracias a la terquedad de Pepe, me salvaría la vida al ser el único testimonio de mi pobreza cuando un rio de la maldad quiso otra vez llevarme con ella. La alucinante lucidez de Barroeta emanaba de un soñar despierto al que le condujo sin piedad la poesía, o esa variante de la vida, donde solo la belleza de una mujer o el amor de un hombre, toma sentido. 
Hace una década, una legión de sus amigos celebró a su lado su inminente abandono de este mundo. ¡Como si a él le hubiese importado! Pepe Barroeta nunca estuvo en la tierra. Lo suyo fue la poesía y la amistad. Asuntos que no conocemos los hombres ni las mujeres, excepto por los destellos que ángeles o demonios como Barroeta dejan intuir desde sus ojos, glaucos, como la misma muerte. ¡Larga vida a Pepe Barroeta!, habría gritado entonces nuestro finado estalinista de cabecera, el camarada Valera Mora. ¡Larga muerte, viejo lobo!, repito yo ahora Pepe Barroeta, zorro de Pampanito, cuando has cumplido tu hazaña y estas más vivo que nunca.

Fluvial
Hay un arte de anochecer.
De la entrada del cuerpo al alma,
de la niebla a la redondez
y del círculo al cielo;
hay un arte de luz,
un campo donde anochecer
es mirar la vida
con el cuerpo cerrado.
Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.
Hay un arte,
un paisaje a veces amable,
a veces torvo,
donde ascenso y descenso son accesorios
de la materia limpia.
Hay un arte de anochecer.
Quien haya vivido o soñado con bosques,
luces y demonios,
lo sabe.
 Arte de anochecer, 1975.

Formas del caballo y del agua
Una palabra nos encierra.
El viento pule en ella. El fuego.
El mar también.
Sobre la palabra que gira alrededor
del sol
las cosas tambalean,
oscurecen o tornan en destello el cuerpo.
La palabra ocupa hasta la suerte;
al final vuelve cansada de otro hacer,
de una invisible proximidad.
Asimismo como uno tiembla bajo sus rutas
la palabra toca las puertas desoladas,
los restos del sueño,
la tierra hermosa de la nada tendida en su primer
vacío.
Fuerza del día, 1985.

Cabeza de insomnio
Escribo por roto.
El poema sirve de guarida
a mis escombros de espejo perverso
de transparencia de sueños dibujados
con debilidad
por el alfabeto hostil.
El poema ha sido rama
trampa del viaje.
Cuando quiero hablar conmigo de verdad
me emborracho
anoto en frentes de penumbra
fracasos y ganancias.
Olvido.
Escribo con letras grandes mi nombre,
lo piso.
Hago un mapa de silencio
enfermo.
Culpas de juglar, 1996.

Fuera de orden
Yo era el poeta de mi tierra
y de toda la tierra.
Adentro de mí llovía y relampagueaba
y sentía siempre unas inmensas ganas
de llorar.
Yo me reía de las frutas que caen en los
tinglados y asustan el silencio
y hablaba con los muertos y con los animales
que pasan por la miseria vestidos de capitanes
largos.

Yo era un gran poeta de los muertos
como jamás hubo otro en la comarca
y me asustaba de ver subir las flores
hacia la cal ambigua de las tumbas.
Soñaba
cantaba por las noches una desgarrada melodía
y volvía a soñar entre muros y ciudades perdidas
persiguiendo sombras halladas entre el porfiado
frenesí de ausentes y de borrachos insondables.

Yo era un poeta
y me enamoraba de mí y de ti y de todas las miradas
que vienen desde lejanos pueblos a la imaginada mesa
del ecuador
a buscar estrellas y panes de cobre para maldecir
hombres
en el centro del mundo.

Comía sobras
robaba
leía el amanecer
bebía y fumaba hasta sentir un agradable
golpe en los pulmones.
Creía en la muerte y me aprestaba
a tomar el poder de mi país.
Confiaba en un grupo de poetas locos
que fueron apareciendo de puntos cardinales
distantes
incapaces de apagar sus deseos detrás de una
música rota por el olor de las botellas
y del encanto miserable.

Yo me cantaba y me celebraba a mí mismo
ganaba la vida sin hacer
buscaba que mi razón perdiera
y salía conmigo y contigo a buscar campos y ciudades
para soñar y matar a los padres de mis padres
quemar el mundo
y pagar algún día con mi cuerpo en la hoguera
el desenfreno de mi vaga ilusión.

Caía sobre mí mismo
y amaba mis fracasos.
Sentía el placer de ser otro
que escribe un poema sin principio ni fin
alerta por si viene la muerte y revienta
mi pobre y útil reino del cuerpo.
Culpas de juglar, 1996.

Enero 2006 - 4 y 30 a. m.
Pasó el año nuevo
y reventaron los pulmones.
En mi pared bronquial
con arquitectura parcialmente alterada
por neoplasia maligna epitelial
las células se disponen en nidos y cestos
fragmentando el sonoro tejido de la noche.
Soñé contigo.
Nos tendieron desnudos en la mesa de
la Lección de Anatomía.
No pudieron arrancarnos la nubes del
cuerpo
la luz del año nuevo parecía un escalpelo
en tu vesícula.
Dormí entre tus cuernos y el día
esperando el roce de las gaviotas.
Tan lejos como estamos del mar
a la hora de los imponderables
vienen siempre un oleaje y un mascarón de
proa para que soltemos las amarras.
Arriba donde el huracán hala
soy tu cadáver
el gran ocio.
Entre tus litorales y el miedo hermafrodita
el epitelio del sexo en alta mar
erecto y en enjambre.
Todos han muerto, 2006

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