Yo soy

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viernes, 20 de marzo de 2015

La opinión de Ricardo Piglia resulta contundente: “Un crítico literario es, siempre, de algún modo, un detective: persigue sobre la superficie de los textos, las huellas, los rastros que permiten descifrar su enigma”; a lo que agrega: “En este esquema, el crítico aparece como el policía que puede descubrir la verdad” “Una novela vendría a ser una constelación de indicios forenses que a fin de cuentas revelan los motivos de un descuartizamiento”

Máquina soltera: La crítica policial

El Sueño Eterno (1939)
El Sueño Eterno (1939)
“Una novela vendría a ser una constelación de indicios forenses que a fin de cuentas revelan los motivos de un descuartizamiento”

La opinión de Ricardo Piglia resulta contundente: “Un crítico literario es, siempre, de algún modo, un detective: persigue sobre la superficie de los textos, las huellas, los rastros que permiten descifrar su enigma”; a lo que agrega: “En este esquema, el crítico aparece como el policía que puede descubrir la verdad”. La asimilación no admite dudas en su intento de precisar un oficio. El método que emplea es la analogía, de modo que la descripción de las funciones de Beatriz Sarlo y Ángel Rama se hace bajo la familiaridad del trabajo de Auguste Dupin. La perspectiva sugiere que la literatura está compuesta de cadáveres que llevan en la retina la figura de su victimario; de paredes y puertas recubiertas de huellas digitales; de pocitos de sangre; incluso de testigos dispuestos a jurar con fervor sobre la Biblia inglesa a quién vieron salir de este o aquel cuarto cerrado. Eso: una novela vendría a ser una constelación de indicios forenses que a fin de cuentas revelan los motivos de un descuartizamiento.
Si cambiamos el apellido Dupin por el de Marlowe, aquella definición no debería cambiar. Ahora es Philip Marlowe quien debería descifrar todo enigma y descubrir la verdad. Para Piglia, esa labor procura el análisis de las muestras orgánicas para obtener después una sanción judicial; es, en breve, una forma civil de la iluminación. Transpuesta por puro juego al lenguaje metafísico, la crítica se encamina a la aletheia–que se traduce a su vez como verdad y, según Heidegger, también como desocultamiento. El crítico como private eye y este como philosophus: la etiqueta es más bien absoluta y no concuerda con la experiencia de un fulano al que le damos la fisionomía de Humphrey Bogart.    
De hecho, en El sueño eterno (1939), de Raymond Chandler, no todos los cabos se atan. A Marlowe lo contrata el general Sternwood para que averigüe quién lo quiere chantajear con informes sobre la conducta de sus hijas. La entrevista inicial tiene lugar en un invernadero, un área vaporosa donde las plantas crecen a su antojo. No sería abusivo leer la escena como una metáfora: a partir de ese encuentro, la narración progresa con cierto capricho orgánico que habrá de apilar al final nada menos que siete cuerpos muertos. Uno de ellos es el de Owen Taylor, el chofer de los Sternwood, que aparece en un Buick rescatado del agua después de haber caído por un muelle. Un policía uniformado da su hipótesis del caso: “Podría haber estado ebrio. Se lucía solo en la lluvia. Los borrachos hacen lo que sea”; otro agente vestido de paisano replica: “Qué borracho ni nada. La palanca de cambios está puesta a velocidad media y al tipo le dieron lo suyo a un lado de la cabeza. Si me preguntan digo que es un asesinato”; alguien más sugiere que es un suicidio… Lo notable es que el fallecimiento de Taylor nunca se resuelve. Esto llamó la atención de Howard Hawks mientras preparaba en 1946 la versión cinematográfica de la novela. Desde el estudio de la Warner Bros. le enviaron a Chandler un telegrama con la pregunta clave. La puedo imaginar: “Whodunit”, quién lo hizo. (La cuestión ha pasado a definir el propio género detectivesco con la eficacia de una metonimia.) La respuesta de Chandler es famosa y hasta beckettiana en su lacónica agudeza, y la registra Sean McCann en su biografía del autor: “NI IDEA”.
McCann resume la actitud del escritor: “la investigación del crimen, enfatizaba siempre, era menos importante por los intricados rompecabezas conceptuales que por los laberínticos recorridos de su protagonista por el paisaje de Los Ángeles”. La incógnita queda opacada por la excursión contenciosa de Marlowe entre los meandros de una ciudad propicia para los homicidios, la trata, el comercio de narcóticos y la coacción. Lo que hace Philip Marlowe es practicar una forma automovilística de flanêrie degradada por la fotografía de un film noir. En ese deambular, la causa de la muerte de Owen Taylor pierde todo interés. Buscar la verdad es un episodio asociado a un contrato, es decir, una faena derivada de un pacto fiduciario –la fusión del capital y de la metafísica. 
El detective de Piglia omitiría el sumario pendiente de Chandler tras declararlo una modalidad perversa de lo judicial. Para él, un misterio es el sustrato matemático de una realidad mensurable, una incógnita que se puede aclarar a fuerza de algunos despejes bien calculados. Su labor tiene mucho en común con una autopsia: observados con tenacidad, los órganos son signos que manifiestan razones de ser más o menos inequívocas, causales de muerte, enfermedades previas, el tiempo transcurrido desde la defunción. Se puede suponer que ese profesional admite que el enigma es semejante a un objeto físico cuya negación es desatinada. El detective y el crítico, en fin, son semiólogos afines al Barthes de El sistema de la moda, no al de El placer del texto. Como figuras cinematográficas, uno podría imaginarlos con los rasgos de Jodie Foster en El silencio de los inocentes, que extrae una crisálida exótica de las fosas nasales de un muerto.

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