Yo soy

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domingo, 11 de septiembre de 2011

Ajá, de pinga el lenguaje de abogado, y ¿nosotros dónde quedamos en todo ese leguleyismo barato y de pedantezca sabihondez vacia?

La dama obsoleta de la justicia
JUAN CARLOS APITZ |  EL UNIVERSAL
domingo 11 de septiembre de 2011  05:36 PM
Declarar: "La soberanía nacional y la jurisdicción nacional deben ser respetadas por los organismos internacionales", más que mostrarnos a la dama ciega de la justicia, nos enrostra a la dama obsoleta de la justicia: la que se encuentra de espaldas a la realidad actual y la progresividad con que se entiende hoy la soberanía.

Referirse al concepto de soberanía y su evolución histórica implica considerar el desarrollo del Estado nacional moderno surgido en el siglo XVI en Europa, expandido de allí a todo el mundo. Tal recorrido va desde la concepción de la soberanía como atributo del Príncipe, pasando por la soberanía nacional, la soberanía popular y las doctrinas del Estado persona y de la soberanía como atributo del Estado.

Esta concepción del Estado soberano o potestad estatal, independiente hacia el exterior e irresistible en el interior, se desarrollará hasta el siglo XIX. A continuación, se concebirá el orden mundial como una sociedad natural de Estados soberanos, libres e independientes, sometidos en el exterior a un nuevo derecho de gentes; tales Estados gozan de soberanía estatal externa, esto es, el conjunto de derechos naturales de los pueblos, los cuales están legitimados para desarrollar la guerra justa como sanción al rompimiento del derecho de gentes y a la ausencia de un tribunal o poder superior a los Estados.

Tal concepción del Estado es afectada en la dimensión de su poder absoluto interno por el surgimiento del Estado de derecho en el primer tercio del siglo XIX y que se consolidará reemplazando al Estado de policía en la segunda mitad de dicho siglo. Así, el Estado de fines del siglo XIX y principios del siglo XX combinó el sometimiento del poder estatal al derecho y a los derechos esenciales de las personas en el plano interno, con una plena potestad en el ámbito de la soberanía externa gracias a la titularidad del derecho a la guerra, que se convierte en el criterio fundamental de soberanía externa del Estado.

Ahora bien, la concepción de la soberanía externa alcanza su máximo esplendor y, a su vez, su momento trágico, en la primera mitad del siglo XX con la Segunda Guerra Mundial. En efecto, al término de ella quedó sancionado el fin de la soberanía externa ilimitada, quedando restringida y disminuida la legitimidad de la guerra por el derecho a la paz y la emergencia de los derechos humanos como restricción de la potestad estatal, todo ello en el ámbito del derecho internacional por la Carta de las Naciones Unidas (aprobada en San Francisco el 26/7/45), y más tarde, por la Declaración Universal de Derechos del Hombre (aprobada en diciembre de 1948, por la Asamblea General de Naciones Unidas). Justamente, la soberanía externa del Estado deja de ser una libertad absoluta y salvaje quedando subordinada jurídicamente a dos normas fundamentales que son, por una parte, el imperativo de la paz, y por la otra, la tutela de los derechos humanos.

A la sazón, la soberanía estatal externa queda disminuida y limitada, ya que los derechos esenciales de las personas son objeto de tutela en el ámbito internacional frente a los Estados mismos, surgiendo los tribunales y cortes internacionales con decisión jurisdiccional vinculante para los Estados partes.

El Estado contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX queda sometido inevitablemente a un derecho internacional de los derechos humanos y a un derecho internacional humanitario, en el cual la soberanía o potestad estatal cede ante la valoración fundamental y la primacía de la dignidad de la persona y los derechos humanos, marco dentro del cual se mueve actualmente el concepto de soberanía.

En conclusión, hay una superación de nociones clásicas que van quedando obsoletas en el derecho interno de los Estados y en el derecho internacional, no existiendo dominio reservado ni soberanía estatal ante el atropello o vulneración grave de los derechos humanos, a pesar de algunos "ciegos" operadores políticos y jurídicos internos de los Estados.

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